Testigos de comunión

Nov 11, 2020 | Mathew Vattamattam, Tablero, XXVI Capítulo General

Queridos hermanos:

Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo“.

El 24 de octubre concluimos el 150 aniversario de la Pascua de nuestro Fundador San Antonio María Claret de una forma sencilla y austera con un pequeño grupo de personas en Vic España. Me hizo pensar en el sencillo funeral de nuestro Fundador en aquel 27 de octubre de 1870 en la Abadía de Fontfroide, Francia. Sin embargo, muchos de vosotros pudisteis seguir la retransmisión, en modalidad online, en vivo tanto de la vigilia como de las demás celebraciones desde Vic. Para nosotros, el año jubilar fue una oportunidad para profundizar en el espíritu de nuestro Fundador y renovarnos en él. Este jubileo ha sido una antesala providencial del próximo Capítulo General.

Estuve en Vic con el P. Gonzalo Fernández, Vicario General, junto al sepulcro de nuestro Fundador llevándoos a todos en el corazón. La conversación simbólica que tuvimos con él durante la vigilia se extendió a los siguientes días. Me gustaría compartir algunas de mis mociones interiores al contemplar la vida de nuestro Fundador. Puse a sus pies también algunas peticiones para que toda nuestra Congregación sea relevante y significativa en nuestro tiempo.

Las dos “grandes gracias” [1] que nuestro Fundador recibió en el momento más duro de su vida son también preciosas para nosotros. La primera fue la presencia eucarística que experimentaba en todo momento. Necesitamos superar la distinción dualista entre el tiempo de Dios y el nuestro, lo mundano y lo piadoso, la vida en la capilla y fuera de ella, quedándonos sólo con un tiempo y una realidad sacramental de gracia invisible que guíe nuestra vida y relaciones visibles. Sin esta dimensión sacramental, nuestra vida consagrada sería como un cuerpo inerte, un cadáver. Que el Señor nos conceda la gracia de ser íconos de su presencia viva entre la gente.

La segunda grande gracia de nuestro Fundador fue el don del perdón hacia quienes le causaban daño. Su firme convicción ante la propuesta evangélica lo llevó a ser odiado por algunos que hicieron de todo para mancillar su nombre e incluso procurar su muerte. El don del perdón fue una inmensa gracia en continuidad con la gracia sacramental de la presencia de Jesús en su corazón. La alegría de un corazón perdonado y que perdona genera vida. Cuando un misionero vive con el corazón quebrantado y consiente en él a rencores y odios, se convierte en víctima de las artimañas del diablo. Nuestra preparación para el Capítulo General debe convertirse en un itinerario de reconciliación y perdón entre nosotros y con aquellos a quienes servimos. Mientras más liberado tengamos el corazón, estaremos más disponibles para acoger a Dios y su gracia en nosotros.

Ante el sepulcro de nuestro Fundador, hice 5 peticiones al Padre por medio de su intercesión. Quiero compartir con vosotros la primera que es muy relevante para nuestro itinerario de preparación al Capítulo General. Pedí la gracia del testimonio o ser testigos de comunión. Éste es el regalo que más necesitamos hoy siguiendo la llamada del Papa en la encíclica “Fratelli tutti”.

¿Qué quiero decir con “testigos de comunión”? La comunión – “koinonía” – es un regalo, como un diamante de numerosos y espléndidos aspectos, partes de una sola pieza preciosa. El testimonio de la comunión es la suma total de nuestras relaciones fundadas en el amor de Dios por cada uno de nosotros y por toda la creación.

El corazón de la comunión es el amor de Dios que conecta y ciñe todas nuestras relaciones. Un misionero cuyo corazón no está arraigado en Dios cojea en todas sus relaciones, incluso si ha profesado vivir para Dios y amarlo con todo el corazón, mente y voluntad. Creo que nuestra intimidad con el Señor atraviesa también etapas que implican cambios desde un “hago cosas por Dios” a una etapa en la que descubro que es “Dios quien verdaderamente obra por medio de mí”. En toda relación, el verdadero amor permanece en el tiempo de la prueba.

La vida comunitaria es el siguiente nivel de la comunión auténtica. Cuesta vivir con personas de diferentes tipos de carácter, mentalidad, temperamento y tendencia ideológica. Como en una orquesta, vale la pena esforzarse por la comunión fraterna y la misión comunitaria. He sido testigo de momentos en los que la gente se sorprende y a su vez aprecia el hecho de que hermanos nuestros de diversos orígenes, tradiciones y culturas vivan juntos y compartan su vida y misión. En efecto, la comunión en la comunidad es una sinfonía del amor evangélico interpretada por los corazones de sus miembros que nosotros debemos dominar como misioneros. Es triste ver a grandes misioneros que no pueden orquestar sus dones en sus comunidades o comunidades que no se regocijan ante sus dones. Cuando cada uno protege el territorio de su autoridad y minsiterio como un orgulloso león, la comunión fraternal no es posible en una comunidad. Recuerdo una anécdota. Cuando un admirador alababa la naturaleza adorable de un talentoso misionero claretiano que era popular entre la gente, un humilde hermano de su comunidad le preguntó: “¿Has vivido con él en comunidad?”.

Un proverbio africano dice: “Si quieres ir rápido camina solo, si quieres llegar lejos ve acompañado”. Un misionero solitario tal vez se desempeñe bien y rápido, pero le inquieta aflojar el paso para dejarse acompañar por sus hermanos. Ésta es una verdadera tentación para algunos de nosotros. Necesitamos el modelo de la orquesta de tal manera que ofrezcamos juntos algo hermoso al mundo para gloria de Dios. Hay comunidades laceradas, abatidas por el “fuego amigo” por la incapacidad de sus miembros para sentarse a dialogar y proyectar juntos su misión poniendo en común dones y talentos. Es triste encontrar hermosas misiones siendo heridas y discapacitadas con comunidades tan laceradas. No sólo se hieren a sí mismas, sino también a Dios y a la gente. El culto a la libertad individual y a la privacidad de la cultura moderna hace que la cohesión de la comunidad sea un desafío. La comunión fraternal en la comunidad es una misión en sí misma. Esta es una gracia que pedí al Señor por la intercesión de nuestro Fundador. Es fácil sembrar división en las comunidades en nombre de las ideologías, la región, la tribu, la cultura, la casta y la tradición, pero es difícil recomponer las relaciones rotas. Necesitamos ejercitarnos para dejar más espacio en nuestros corazones para integrar la diversidad de perspectivas e intereses en la unidad de nuestra vida y misión claretiana.

El tercer nivel de comunión es entre los diversos carismas y formas de vida en la Iglesia y en la sociedad. El pensamiento divisorio que divide el mundo en “nosotros” y “ellos”, entre laicos y clérigos, entre diocesanos y religiosos, entre católicos tradicionales y liberales,…, y otras diferencias inventadas, nos convierte en peones del maligno que merodea como un león rugiente buscando a alguien a quien devorar (cf. 1 Pedro 5, 8). No seamos cómplices en la trama del diablo para destruir la fraternidad humana. Nuestros corazones deberían ser capaces de abrazar a cada persona humana independientemente de su religión, cultura y raza, y a toda la creación con un sentido de fraternidad.

Aunque el Covid-19 es un asunto preocupante, veo que la gente se acostumbra a su presencia en la sociedad como miembro del clan de los virus. La conciencia de su presencia nos ayuda a tomar precauciones. Me preocupan mucho más los virus de la violencia, la división y la fragmentación de la sociedad que han tomado expresiones concretas en los últimos tiempos. Pienso en los recientes acontecimientos de masacres sin sentido en Francia y Austria. El Evangelio del amor y la fraternidad universal de los seres humanos es la cura contra la violencia y la división. Practiquemos conscientemente el testimonio de la comunión abriendo nuestros corazones al amor sanador y a la vida del Señor Resucitado mientras caminamos como misioneros con espíritu.

Dios os bendiga a todos.

[1] 694. 26 de agosto de 1861, a las 7:00

 

 

 

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