1 Abril

Abr 1, 2018 | Claret Contigo

Debemos amar a María Santísima porque Ella lo merece. María Santísima lo merece por el cúmulo de gracias que ha recibido sobre la tierra y por la eminencia de gloria que posee en el cielo; por la dignidad casi infinita de Madre de Dios a que ha sido sublimada y por la prerrogativas adherentes a esta sublime dignidad.
Carta a un devoto del Corazón de María, en EC II, p.1498s

AMOR A MARÍA

Dos perspectivas sugiere este texto. El sentimiento personal de María y la actitud que tenemos que manifestar sus hijos.
El sentimiento de María es claro, clarísimo. Ella no merece nada, todo le ha sido dado: “Proclama mi alma la grandeza del Señor… Él ha hecho en mí cosas grandes” (Lc 1, 46ss). Desde esa actitud enseña el camino a seguir. Con gratitud inmensa recibe en su seno al Verbo y hace crecer la humanidad asumida, con su sangre. Comienza una realidad que no se suele explicar. Y es una pena. Se trata de la experiencia mariana de Jesús. Dirá Benedicto XVI: “La madre es la mujer que da la vida, pero también ayuda y enseña a vivir. María es Madre. Madre de Jesús, al que dio su sangre, su cuerpo” (audiencia del 31 de diciembre de 2005).
Recalco: “Ayuda y enseña a vivir”. Los psicólogos y médicos nos indican las dos grandes necesidades del niño, ya desde el seno de la madre: de succión y de relación. Es decir: de alimento y de cariño. Carecer de ellas repercute en la salud y el equilibrio psicológico futuro. Ante la personalidad impresionante de Jesús de Nazaret se quitan el sombrero hasta los que niegan su divinidad; “hay que reconocer en él la más eminente de las personalidades religiosas, de las que, aún hoy, puede brotar en forma incesantemente renovada una fuerza espiritual sin par en la historia”, escribió Martinetti.
¿Podemos imaginar el fuego de amor que envolvió al niño en el hogar de María y José? Ese fuego hizo crecer al pequeño “en edad, sabiduría y gracia” (Lc 2,51). Imaginemos las explicaciones que recibía el niño cuando, como todos, preguntaba: “¿Y esto por qué, Immá?” (=mamá, en arameo).
Y la segunda perspectiva se reduce a una línea. Gracias Jesús, mi hermano mayor, porque has hecho a tu Madre y mía tan maravillosa. Merece mi amor y servicio incondicional.Dos perspectivas sugiere este texto. El sentimiento personal de María y la actitud que tenemos que manifestar sus hijos.
El sentimiento de María es claro, clarísimo. Ella no merece nada, todo le ha sido dado: “Proclama mi alma la grandeza del Señor… Él ha hecho en mí cosas grandes” (Lc 1, 46ss). Desde esa actitud enseña el camino a seguir. Con gratitud inmensa recibe en su seno al Verbo y hace crecer la humanidad asumida, con su sangre. Comienza una realidad que no se suele explicar. Y es una pena. Se trata de la experiencia mariana de Jesús. Dirá Benedicto XVI: “La madre es la mujer que da la vida, pero también ayuda y enseña a vivir. María es Madre. Madre de Jesús, al que dio su sangre, su cuerpo” (audiencia del 31 de diciembre de 2005).
Recalco: “Ayuda y enseña a vivir”. Los psicólogos y médicos nos indican las dos grandes necesidades del niño, ya desde el seno de la madre: de succión y de relación. Es decir: de alimento y de cariño. Carecer de ellas repercute en la salud y el equilibrio psicológico futuro. Ante la personalidad impresionante de Jesús de Nazaret se quitan el sombrero hasta los que niegan su divinidad; “hay que reconocer en él la más eminente de las personalidades religiosas, de las que, aún hoy, puede brotar en forma incesantemente renovada una fuerza espiritual sin par en la historia”, escribió Martinetti.
¿Podemos imaginar el fuego de amor que envolvió al niño en el hogar de María y José? Ese fuego hizo crecer al pequeño “en edad, sabiduría y gracia” (Lc 2,51). Imaginemos las explicaciones que recibía el niño cuando, como todos, preguntaba: “¿Y esto por qué, Immá?” (=mamá, en arameo).
Y la segunda perspectiva se reduce a una línea. Gracias Jesús, mi hermano mayor, porque has hecho a tu Madre y mía tan maravillosa. Merece mi amor y servicio incondicional.

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