24 Octubre

Oct 24, 2018 | Claret Contigo

“Me parece que ya he cumplido mi misión. En París, en Roma he predicado la ley de Dios: en París como en la capital del mundo y en Roma capital del catolicismo; lo he hecho de palabra y por escrito. He observado la santa pobreza, di lo que me pertenecía, y en el día gracias a Dios no me dan nada, ni de la diócesis de Cuba ni tampoco la Reina me pasa nada”
Carta al D. Paladio Currius, 2 de octubre de 1869, en EC II, p. 1423

EL GOZO DE LA META

Muerte de Claret.
En octubre de 1869 -justo un año antes de morir- Claret escribía desde Roma, donde se disponía a participar en el Concilio Vaticano I, a su gran colaborador, amigo y confesor, D. Paladio Currius. Reconocía humildemente haber sido fiel a la misión recibida, haberlo dado todo; ahora, agotado y enfermo, se preparaba a exhalar en paz el último aliento. El Señor le había concedido la dicha de trabajar por el evangelio, a escala casi inimaginable, en África (Canarias), América (Cuba) y Europa, y, por cierto, en las dos ciudades entonces más simbólicas de ésta: París (capital del imperio) y Roma (capital de la cristiandad).Sentía el gozo de que iba a morir pobre y olvidado por los grandes de la tierra: ¡sus haberes eran otros! Imposible no percibir en sus palabras un eco de las de Pablo a Timoteo: “…Estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He competido en la noble competición, he llegado hasta la meta, he conservado la fidelidad” (2Tim 4,6-7). Claret tenía también muy claras en su corazón estas otras palabras del apóstol: “Ninguno de nosotros vive para sí mismo; y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; si morimos, para el Señor morimos; así que, en la vida o en la muerte, del Señor somos” (Rm 14,7-8).
Sólo el que se desvive vive a fondo, “en activo”. Porque una cosa es vivir y otra “ser vivido”, llevado por lo que sucede, por otros, sin poner pasión ni consciencia. Y el que se ha desvivido llega finalmente en paz al descanso en el Señora, que era su meta.
Después de una vida de trabajos y penas, el gran místico San Juan de la Cruz dibujaba así el desenlace: “Quedéme y olvidéme, / el rostro recliné sobre el Amado; / cesó todo y dejéme, / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado”. Descansaría sereno en la consumación de lo esperado, como escribía otro claretiano: “Y llegaré, de noche, / con el gozoso espanto / de ver, por fin, que anduve, día tras día, / sobre la misma palma de Tu mano…” (Mons. Pedro Casaldáliga).

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