En la primera carta de San Pedro se pide a los presbíteros de la Iglesia que actúen “no como déspotas, sino convirtiéndose en modelos del rebaño” (1Pe 5, 3). Sin duda, ya en los orígenes de la Iglesia, hubo pastores que, llevados de un celo exagerado por “las cosas de Dios”, tal como ellos las entendían, estuvieron privados de delicadeza y cariño para con aquellos a quienes querían servir. ¡Con cuánta facilidad el servicio se convierte en poder y despotismo! Fue bien distinto el caso de Pablo en Tesalónica, donde, al entregar el mensaje evangélico a los paganos, invitándolos a que “abandonasen los ídolos y se convirtiesen al Dios vivo y verdadero” (1Tes 1, 9), les mostró una ternura tal que pudieron percibir su disposición a “entregarles, junto con el Evangelio, la propia vida” (1Tes 2, 8).Claret se encontró en su vida misionera, principalmente en Canarias (1848-1849), con mucha gente en “situación irregular” con la Iglesia, sin una conciencia pacificada y sin poder acceder a los sacramentos, debido a la formación jansenista-rigorista de aquel clero. Éste ya no era representante del amor y la ternura de Dios. “De aquí es que con estas doctrinas no absolvían a la gente de sus pecados (EC, I, p. 279). Este ahuyentar a los fieles lo traduce certeramente Claret como “servir a diablo”. Él, por el contrario, prefirió el estilo generosos de Jesús, acogió su invitación a imitarle en la mansedumbre y, así, “encontró el descanso para su alma” (Mt 11, 29). Recordaba además la segunda bienaventuranza (Mt 5, 4), de la que da una interpretación original: los mansos poseerán la tierra, es decir, “no sólo la tierra de promisión y la tierra de los vivientes, sino también los corazones terrenos de los hombres” (Aut 372). Era su propia experiencia en el apostolado misionero: las multitudes le abrían el corazón.