17 Noviembre

Nov 17, 2018 | Claret Contigo

“Traed mi yugo (el de mis preceptos y de mi cruz) sobre vosotros, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11, 29). Yugo llama a la doctrina moral que enseña y cuyo cumplimiento exige, para que se entienda la gracia que con su ejemplo da él mismo a los que cargan con ella para observarla. Yugo se dice de dos que junta para un mismo trabajo o cultivo, y Jesús no abandona, no deja solo al cristiano que abraza su Moral, sino que él mismo se le junta y le ayuda. No hace como los Escribas y Fariseos que ponían sobre los otros cargas muy pesadas, y ellos ni siquiera con el dedo querían tocarlas. Jesucristo, por el contrario, carga sobre sí mismo el yugo que impone, para que sea tanto más ligero a quien lo toma”
El ferrocarril. Barcelona 1857, p. 76

NO VAS SOLO

La ocasión era solemne, muy solemne. En la basílica vaticana se celebraba la Eucaristía de apertura de la segunda Asamblea Sinodal dedicada a Europa (1999). En la primera, en 1991, la caída del Muro de Berlín era muy reciente, y los pueblos del Este se encontraban en plena transformación; en la segunda, las experiencias eran ya otras; todo el mundo estaba más preparado para hablar y escucharse.
La basílica estaba a rebosar. Juan Pablo II hizo una homilía inolvidable. Algunas frases ponen todavía los pelos de punta: “Jesucristo está vivo en su Iglesia, y de generación en generación, sigue acercándose al hombre y caminando con él”, afirmó comentando el relato de los discípulos de Emaús. “Él – siguió diciendo – el Emmanuel, el Dios con nosotros, ha sido crucificado en los campos de concentración y en los gulags, ha conocido el sufrimiento en los bombardeos y en las trincheras, ha padecido donde el hombre, donde cada ser humano ha sido humillado, oprimido y violado en su irrenunciable dignidad”.
La frase merece quedar grabada a la puerta de Auschwitz y de Mauthausen, pero también de mucho campo soviético desconocido, de barracones, naves industriales e invernaderos en los que se hacinan cientos de inmigrantes, de elegantes salas de masajes en las que chicas engañadas con el señuelo europeo malvenden su cuerpo o lloran su último aborto. Cristo, el Resucitado, nunca nos deja solos. Claret lo recuerda con palabras preciosas: él mismo nos ayuda, “se nos unce”. ¡Y nosotros, que asociábamos yugo sólo con pesadez, soledad, sacrificio! Bendito yugo el que nos une al Crucificado.
¿Crees de verdad que Cristo nunca nos abandona? ¿Estás convencido de que incluso se acerca más a nosotros cuando la vida parece sonreírnos menos? ¿Te dejas acompañar por Él?

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