REFLEXIÓN INICIAL – XXV CAPÍTULO GENERAL

Ago 20, 2015 | Capítulos Generales, La Congregación

Queridos hermanos:

Bienvenidos a esta comunidad capitular. Nuestros hermanos nos han confiado la misión de discernir qué dice hoy el Espíritu a la Congregación, y nos han ofrecido para ello el resultado del discernimiento que ellos mismos han realizado durante este último año en sus comunidades. Hemos vivido este camino juntamente con todos ellos. En la oración comunitaria, en el diálogo fraterno, en las inquietudes que hemos compartido sobre cómo responder a los desafíos que descubrimos en nuestra propia comunidad y en las situaciones de los pueblos a quienes hemos sido enviados, hemos ido recogiendo el palpitar del corazón misionero de la Congregación, que ahora sentimos con fuerza dentro de nosotros. Dejemos que sea él quien nos guíe en nuestro camino capitular y el que nos ayude a superar todos los miedos y reticencias que aparecen cuando el fuego del corazón es apagado por el cálculo de otros intereses.

“El Capítulo General -en obediencia al Espíritu y con plena fidelidad a nuestro carisma misionero, reconocido por la Iglesia- es la autoridad suprema de la Congregación, como servidor del carisma para los hermanos. Es también la suprema expresión de la comunión de vida y de misión de todo el Instituto. Representa auténticamente a toda la Congregación y expresa colegialmente la participación y el cuidado de todos los miembros respecto de la vida de la Congregación y de su acción en la Iglesia”. Así nos enmarcan el Capítulo las Constituciones. Es claro, pues, que solamente a partir de una profunda apertura al Espíritu del Señor y de una sintonía plena con el carisma que nos ha sido confiado a través de la mediación de nuestro Fundador, podremos cumplir la misión que nuestros hermanos nos han confiado. Con esta disposición iniciemos nuestro itinerario capitular, colocándonos bajo la mirada bondadosa de María, nuestra Madre, y sintiendo en el corazón aquel ardiente amor por Dios y por sus hijos que llenaba el suyo.

Celebramos este XXV Capítulo General cuando la Iglesia vive agradecida el cincuentenario de la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. El Concilio nos abrió hacia una nueva comprensión de la vida de la Iglesia y de su misión y de la vida consagrada dentro de ella. No podemos olvidar las orientaciones conciliares ni el camino eclesial que posteriormente las ha ido profundizando y traduciendo en iniciativas concretas, tanto para para la vida de la Iglesia como para el desarrollo de su misión en el mundo de hoy. La Congregación ha hecho un tremendo esfuerzo de renovación en esta etapa posconciliar que hemos de asumir y hacer avanzar. El Capítulo ha de tener muy presente este camino eclesial y congregacional.

Además, el Capítulo tiene lugar en este año en que conmemoraremos el 150 aniversario de la aprobación definitiva de la Congregación que tuvo lugar el 22-XII-1865 en la audiencia del Papa Pio IX con el sub-secretario de la Congregación de Obispos y regulares, competente en aquel momento para estos asuntos. El decreto formal llegaría el 27 de enero del año siguiente, 1866, junto con la aprobación de las Constituciones “ad decenium”. Para todo ello fue decisivo el Capítulo General de 1864 que pidió al P. Fundador una nueva redacción de las Constituciones. Son fechas que nos ayudan a sentirnos parte de una historia que hemos de seguir escribiendo con la misma generosidad y entrega misionera que caracterizó nuestros comienzos. No hemos de olvidar nunca las actitudes y virtudes que acompañaron a nuestros hermanos en los primeros años de nuestra historia. Su confianza en la Providencia del Señor y su entusiasmo misionero les ayudaron a superar obstáculos y dificultades que, a veces, hoy nos asustan demasiado.

El Capítulo es un ejercicio de discernimiento. No es un foro donde los distintos grupos intentan que se aprueben sus propuestas, con demasiada frecuencia al servicio de los intereses del propio grupo. En el Capítulo buscamos sinceramente y únicamente la voluntad de Dios sobre nuestra Congregación y sobre cada uno de nosotros. Hermanos, no lo olvidemos durante los trabajos capitulares. Por ello, es tan necesario tener claros los criterios que deben guiar nuestro discernimiento y que no deben ser otros que la Palabra de Dios, el Magisterio de la Iglesia sobre la vida consagrada y nuestro proyecto de vida tal como está expresado en las Constituciones. Allí encontramos la motivación para escuchar la voz del Espíritu que nos llega de las múltiples situaciones que marcan el caminar de la humanidad en este momento. Allí encontramos también las claves que han de ayudarnos a concretar nuestra respuesta a estas llamadas del Espíritu del Señor. Os confieso con sinceridad que me ha sorprendido negativamente descubrir en algunas asambleas o foros congregacionales en que he podido participar, o incluso en algunas aportaciones que han llegado para el tema del Capítulo General, preocupaciones e intereses que no tienen nada que ver con todo esto. Estemos atentos para no caer en la tentación del poder, de los intereses, en definitiva de la “mundanidad”, como el Papa la acostumbra a nombrar.

 

EL CAPÍTULO, MEMORIA Y PROFECÍA

Un Capítulo, como todos sabemos muy bien y he expresado repetidamente, tiene dos dimensiones fundamentales: de memoria y de profecía.

Durante estos días haremos memoria de los dones con que el Señor nos ha agraciado durante los seis últimos años. Las Memorias de gobierno y economía que vamos a examinar recogen algo de esta vida que, por otra parte, no se puede condensar en unas pocas páginas. La generosidad de cada uno de los hermanos en su respuesta vocacional, la fraternidad vivida en las comunidades, el esfuerzo en el trabajo de evangelización o formación, irán apareciendo en nuestra Memoria invitándonos a la acción de gracias. Nuestras reticencias e infidelidades nos van a obligar de nuevo a confiarnos a la misericordia de Dios y al perdón generoso de unos para con otros.

Durante estos años el Señor nos ha bendecido abundantemente. Hace exactamente dos años vivimos con gozo la beatificación de algunos hermanos nuestros que expresaron a través del martirio su adhesión cordial a Jesús y a la vocación que habían recibido. Los Mártires claretianos de Sigüenza, Fernán Caballero y Tarragona -sacerdotes, hermanos y misioneros en formación- son un llamado poderoso para todos nosotros a vivir con entusiasmo y fidelidad nuestra consagración.

La Congregación ha acogido, agradecida al Señor de la mies, un buen número de vocaciones durante estos años y ha intentado formarlas según el proyecto de vida que se nos propone en las Constituciones. Hemos recogido, también, con respeto y gratitud el testimonio de aquellos hermanos que nos han dejado al haber acabado su camino en este mundo, seguros de que hoy siguen intercediendo por nosotros. Su memoria sostiene nuestro compromiso.

Durante estos años hemos privilegiado, tanto a través de destinos como de una mejor articulación de los proyectos misioneros y de una mayor participación en ellos de los seglares, la consolidación de las presencias misioneras y actividades apostólicas que se habían iniciado en los sexenios anteriores. Sin embargo podemos celebrar con gozo el comienzo de nuevas misiones en Malasia, África del Sur y el Chad así como la continuidad de nuestra participación en el proyecto intercongregacional en el Sudán del Sur. En otras partes hemos seguido buscando nuevas respuestas a los desafíos misioneros que descubrimos.

El sexenio que concluimos ha sido un tiempo intenso de trabajo en torno a la reorganización congregacional que nos pidió el Capítulo General anterior. En las Memorias encontraréis amplia información sobre este punto. Allí podréis también leer la evaluación que se hace de estos procesos. Luego me referiré particularmente a este tema.

En la lectura de las Memorias iréis descubriendo éstos y otros muchos aspectos de la vida congregacional que ahora no voy a mencionar. Encontraréis también evaluaciones no tan positivas de algunos aspectos de nuestra vida y bastantes interrogantes que quedan pendientes esperando una respuesta generosa de nuestra parte. Examinar bien el presente congregacional es una exigencia fundamental para poder delinear un programa serio y realista para el futuro.

Nuestra memoria no puede reducirse a la vida de la Congregación o de la Iglesia. Las situaciones de nuestro mundo han marcado inexorablemente nuestra vida y nuestro modo de testimoniar y proclamar el Evangelio. También a ello me refería en la carta de anuncio del Capítulo. Éste acontece en un momento determinado de la historia que no podemos, en modo alguno, ignorar. Las luchas, las esperanzas y el sufrimiento de los pueblos, sobre todo de aquellos que están atravesando momentos difíciles de su historia, no pueden estar ausentes de nuestra memoria. Sin ello nuestra memoria no sería misionera. La voz de Dios que nos llega a través de las vicisitudes de la historia nos ayudará a preguntarnos sobre nuestras actitudes y proyectos y nos va a guiar en nuestro discernimiento para el futuro.

El Capítulo debe situarse en este contexto si quiere ser capaz de discernir la llamada del Espíritu y ofrecer una palabra profética a sus hermanos. Porque el Capítulo es, también, momento de profecía. Quisiéramos poder pronunciar, para nuestros hermanos y para muchos seglares con quienes compartimos la misión, una palabra profética, capaz de transmitir esa vida que viene del Espíritu del Señor y que es capaz de generar vida nueva en nuestras comunidades, en la iglesia y en el mundo. Por ello, durante estos días, deberemos escuchar con atención la Palabra del Señor y meditarla profundamente en nuestro corazón. La celebración de la Eucaristía nos irá adentrando en una verdadera espiritualidad eucarística, que nos lleva a encontrar el sentido de nuestra vida en el darla para que todos tengan vida en abundancia. Son importantes los momentos de interiorización y de reflexión silenciosa durante el Capítulo. Dediquemos el tiempo necesario a la oración personal. Quisiéramos que nos llenase el Espíritu del Señor para poder, de este modo, sintonizar con el Corazón del Padre y “de la Madre” -como diría nuestro Fundador- y saber discernir cómo hemos de vivir y actuar para ser signos del Reino e instrumentos de transformación del mundo desde sus valores.

Permitid que, en este momento inicial del Capítulo, comparta con vosotros algunos pensamientos y preocupaciones que considero importantes para nuestro discernimiento. Son fruto de la reflexión suscitada por la experiencia de estos años al servicio de la Congregación.

 

DÓNDE Y CÓMO NOS ENCONTRAMOS

¿Goza de buena salud la Congregación? ¿Responde la vida de la Congregación al sueño que sobre ella tenía el P. Fundador? ¿Vivimos, en realidad, aquellas prioridades que nos señalamos hace seis años? ¿Sintonizamos con la respuesta que la Iglesia espera de la Vida Consagrada en este momento de la historia? ¿Cuáles son los grandes desafíos que deberíamos afrontar como Congregación?

La vida religiosa en el momento actual

Antes de ofrecer algunas pistas de respuesta a estas preguntas, permitid que os comparta algo de una reflexión que hicimos los miembros del Gobierno General en una de nuestras convivencias en que nos preguntábamos sobre el futuro de la vida religiosa apostólica y sobre los acentos que considerábamos necesario ir colocando en nuestras propias vidas, en nuestro modo de vivir la fraternidad y en nuestros proyectos formativos y apostólicos para poder seguir aportando a la Iglesia y al mundo el don con que quiso bendecirlos el Señor a través del carisma de nuestro Fundador. Recojo, ciertamente desde mi propia sensibilidad, algunos ecos de aquella reflexión que pueden ayudarnos a analizar mejor la situación de nuestra propia Congregación hoy y a discernir las grandes orientaciones para el futuro:

  1. Deberíamos, ante todo, ser capaces de confrontarnos con la pregunta fundamental sobre el sentido de la vida consagrada hoy: ¿por qué necesitamos religiosos hoy? Y, si verdaderamente los necesitamos: ¿qué clase de religiosos necesitamos? Las respuestas podrían ser múltiples y articuladas en modos diversos. Pero la respuesta fundamental no puede ser otra que aquella que define la identidad más profunda de la vida religiosa: la Iglesia y el mundo siguen necesitando personas que sean “memoria” del modo de vida de Jesús, que vivan el Evangelio “sine glossa”. Esto está por encima de las obras y los proyectos, también de los carismas particulares de cada Instituto. Y esto sólo es posible a través de una vida inspirada por una profunda comunión con Dios y con su amor apasionado por sus hijos e hijas. La Iglesia y el mundo no nos necesitan como profesionales de la parroquia, de la predicación, de la educación o de la acción social. Nos necesitan, ante todo, como testigos de la primacía absoluta de Dios y del dinamismo que surge cuando Dios ocupa el centro del corazón de las personas y de las comunidades que éstas conforman. Sin ello no es posible pensar en una vida consagrada relevante.
  1. La vida consagrada deberá preguntarse continuamente por su identidad y por cómo vivirla en cada contexto cultural y en cada momento histórico. Ahora bien, en este proceso de discernimiento deberá conservar siempre algunos elementos que son fundamentales y, por ello mismo, innegociables:
  • la consagración a Dios en el seguimiento de Jesús a través de una vida de castidad, pobreza y obediencia;
  • el compromiso por vivir la fraternidad evangélica en la comunidad religiosa y en la apertura a quienes sufren experiencias de exclusión en nuestro mundo;
  • la disponibilidad total y absoluta para la misión a través del servicio carismático al que cada comunidad ha sido llamada.

Se trata de aspectos que pueden ser expresados de modos distintos en lugares diversos, pero que no podrán nunca dejar de estar presentes. En una cultura que tiende a relativizar los valores, éste constituye un aspecto fundamental.

  1. Otro tema de gran importancia para la vida consagrada hoy será el definirla mejor desde la complementariedad de las distintas formas de vida cristiana en la Iglesia. La vida consagrada encontrará el modo de expresar su aportación al conjunto de la comunidad eclesial cuando se piense de este modo. Para construir la verdadera harmonía de los carismas y las formas de vida cobra especial relevancia la aportación específica de cada uno de ellos.
  1. El futuro de la vida religiosa apostólica no va a ser fácil, sobre todo para aquellos Institutos y Congregaciones que surgieron para responder a situaciones concretas del momento histórico que les vio nacer. La pregunta no se puede obviar: ¿siguen siendo hoy nuestras obras una respuesta evangelizadora válida? Estas Congregaciones, también la nuestra obviamente, deberán afrontar un proceso de reflexión que les lleve a identificar bien el germen de profetismo que hubo en la respuesta del Fundador o la Fundadora, más allá de la funcionalidad que dicha respuesta pudo tener en un momento determinado. A partir de esta perspectiva profética deberán analizar las nuevas necesidades y discernir la respuesta que emana del carisma del Fundador y del desarrollo histórico que ha tenido. No hay que olvidar que las experiencias del Espíritu no se reciben sólo para conservarlas, sino para profundizar en ellas y desarrollarlas, en docilidad a su acción siempre nueva y creadora (cf. CdC 20). Será necesario un esfuerzo muy serio de reflexión, imaginación y discernimiento. Es una pregunta que se presenta con diferentes tonalidades en los diversos contextos sociales y culturales, pero que nos obliga a profundizar en la experiencia carismática inicial para asimilarla en lo que tiene de más nuclear y, de esto modo, poder recrearla de un modo significativo en nuestro momento histórico para que siga siendo portadora de vida y anuncio del Evangelio.
  1. La relación con el mundo ha sido siempre uno de los hilos conductores que ha marcado el surgimiento de diversas formas de vida consagrada a lo largo de la historia. Hoy la vida consagrada se siente llamada a mirar el mundo de un modo nuevo y a construir “una relación amiga” con él, porque sabe que es el mundo “amado por Dios hasta darle a su propio Hijo”. Quiere construir una “relación amiga” pero, al mismo tiempo, “muy crítica” porque en este mundo hay millones de personas que no ven respetada su dignidad como hombres y mujeres profundamente “amados por Dios”. Este hecho debería ser determinante en la selección de servicios y presencias de la vida religiosa apostólica. Tanto la exhortación apostólica “Evangelii gaudium” como la reciente encíclica del Papa Francisco nos ofrecen estímulos y orientaciones precisas en este sentido.
  1. Otro aspecto importante es el planteamiento que hacemos de la misión y la atención a los “signos de los tiempos”, tanto en el sentido de saber recoger las llamadas que Dios nos hace a través de la realidad, como en cuanto al esfuerzo por convertirnos en cada lugar en signos de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Insisto en el ser “signos de la presencia de Dios”. Dios ya está presente, nosotros estamos llamados a ser signos creíbles de esta presencia. Es un aspecto fundamental a la hora de plantear la misión. Estamos demasiado acostumbrados a pensar que hemos sido enviados a sembrar algo que era nuestro, que llevábamos en nuestras mochilas y que había sido confiado sólo a nosotros. Jesús, cuando envía a sus discípulos, les dice “la mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Lc. 10,2). El Padre sembró generosamente la semilla en todos los corazones y en todas las culturas. Ahora se trata de descubrir esta semilla que está creciendo, de cuidarla y de recoger sus frutos para que todos puedan gozarlos y compartirlos. Esto nos hace mucho más humildes en el servicio misionero. “Cuidar” significa ayudar a crecer y exige hacerlo siendo conscientes de la necesidad de conservar aquella harmonía que Dios puso en su creación y que se ve tan frecuentemente amenazada y conculcada por el afán de poseer y por el egoísmo de quienes se quieren apoderar de lo que fue creado para ser compartido por todos. El anuncio del Evangelio hace nacer en el corazón de las personas una nueva conciencia agradecida hacia Dios y solidaria con los demás seres humanos y con la Creación, que abre el camino a la experiencia del Reino. “Cuidar” significa también ir liberando el campo de todo aquello que impide que la semilla crezca y llegue a dar fruto; dicho de otro modo, significa denunciar con gran libertad y valentía todo lo que se opone al proyecto de Dios y unir nuestras fuerzas con todos aquellos que buscan construir un mundo más cercano a este proyecto (cf. CC46).
  1. Al pensar en la misión de la vida consagrada, como pasa al pensar en la misión de la Iglesia, hemos de preguntarnos a qué hombre nos dirigimos. Hay muchas cuestiones antropológicas y culturales que no se pueden obviar si pretendemos una proyección apostólica significativa. Junto a ello, deberemos siempre preguntarnos de qué Dios hablan nuestra vida y nuestras palabras. No nos queda sino dejarnos iluminar por Jesús en la búsqueda del rostro y del corazón del Abba que llena de sentido la vida y abre siempre nuevos horizontes de esperanza, que ama infinitamente y da la capacidad de amar. No podemos dejar de preguntarnos si proyectamos esta imagen de Dios o, por el contrario, distraemos a la gente con otras cuestiones que no tienen que ver con lo esencial del mensaje evangélico. Jesús habló de “adoradores en espíritu y en verdad”, creando un espacio maravilloso de libertad en la vivencia de la relación con Dios, y puso la relación con el hermano como único parámetro para medir la autenticidad de esta relación. Los consagrados estamos llamados a vivirlo con radicalidad.
  1. Un elemento imprescindible en la reflexión sobre la significatividad de la vida consagrada es la de renovar de un modo creíble la opción por los pobres y excluidos y por la justicia. Se juega ahí la credibilidad de nuestra vida y nuestro apostolado. Todo ello va a exigir análisis, discernimiento y toma de decisiones audaz. El Papa Francisco insiste en el tema de las “periferias”, ya sea como clave hermenéutica para interpretar las llamadas que Dios nos hace desde la realidad y desde la misma Escritura, ya sea como lugar donde desplazarnos y compartir con quienes viven experiencias de exclusión. La opción por los pobres y excluidos y por la justicia no puede dejar de ser un eje transversal que toque todos las dimensiones de la vida de los religiosos y de las Congregaciones y sus obras.
  1. Y, finalmente, deberemos afrontar el problema de la relevancia. Por una parte, la falta de relevancia que parece tener nuestra vida en algunos ambientes profundamente marcados por la secularización puede desanimar a quienes viven allí. Por otra parte, en otros lugares donde existe todavía un clima cultural más religioso, nos damos cuenta de que la relevancia de la vida consagrada se mide con frecuencia por el impacto del servicio social que presta o por los espacios que ocupa dentro de la Iglesia. La tentación del prestigio y del poder -volvemos al tema de la “mundanidad”- nos acecha constantemente. ¿Dónde buscamos la relevancia? Es una pregunta que hay que hacer y responder con gran sinceridad y valentía. Creo que nos puede resultar incluso molesta.

 

Los desafíos de nuestra Congregación

Dirijamos ahora, más concretamente la mirada a nuestra Congregación. ¿Qué desafíos debemos afrontar de un modo prioritario para seguir siendo, hoy y en el futuro, “claretianos”?

  1. Consolidar la identidad misionera

Es esta preocupación la que nos indujo a señalar el tema del Capítulo: la misión. Lo he repetido una y otra vez: el tema que se planteó para este Capítulo fue la misión y no solamente el apostolado. Repito de nuevo lo que os escribí en la Circular de anuncio del Capítulo y sobre lo que insistí en la Carta convocatoria: “La misión es un concepto mucho más profundo y central en nuestra vida, que va más allá de lo que identificamos bajo la palabra ‘apostolado’. La misión es el núcleo de nuestra vocación y, por ello, marca nuestra espiritualidad, orienta los procesos formativos, determina nuestro estilo de vida comunitaria que está llamada a ser ella misma anuncio del Evangelio, orienta la organización de la economía congregacional y se expresa concretamente en actividades apostólicas que intentan, a su vez, adecuarse a las características de los lugares y culturas”. Sí, somos misioneros, ‘misioneros claretianos’. Y esto no basta con decirlo, hay que vivirlo. No basta con tener el carnet que nos identifica como claretianos, es necesario desarrollar un estilo de vida personal y comunitario que manifieste verdaderamente lo que somos. Será bueno releer el número 26 del Directorio que expresa bien qué queremos decir con la palabra “misionero”.

La Congregación es hoy mucho más plural en su composición. Es un hecho gozoso por lo que significa de enriquecimiento de nuestro patrimonio cultural, espiritual y misionero. Pero nos sitúa, al mismo tiempo, ante el desafío de profundizar en la vivencia de nuestra identidad de tal modo que estemos capacitados para expresarla de modos diversos sin traicionarla y sin romper la comunión que nos ha congregado como familia religiosa.

Hemos hecho un gran esfuerzo en este sentido. Hemos organizado cursos, seminarios, talleres y otras iniciativas que han permitido a muchos claretianos profundizar en el conocimiento de nuestro patrimonio carismático. Hemos ofrecido la posibilidad a muchos de peregrinar a los lugares donde nació nuestra Congregación con programas cuidadosamente diseñados. No se trataba de turismo ni de una especie de cursos de arqueología claretiana. Se trataba de entender más profundamente los orígenes de nuestro Instituto: qué visión del mundo tuvieron quienes se sintieron llamados, junto con el P. Claret, a iniciar este camino, qué aspectos les impactaron de la realidad social y eclesial y qué respuesta se sintieron llamados a dar. Es aquí donde se descubren los verdaderos rasgos carismáticos. Se sintieron llamados a ponerse en camino al encuentro de la gente para anunciarle la Palabra de Dios y, de este modo, responder a la urgente necesidad de reconstruir, desde los valores que propone el Evangelio, el tejido de una sociedad en profundo cambio. Y se sintieron llamados a realizarlo como “comunidad misionera”. Renunciaron a sus parroquias y a sus posiciones estables, no porque no fueran instrumentos válidos para el cuidado pastoral del pueblo, sino porque descubrieron una urgencia superior y una llamada del Espíritu que les impulsó a responder, desde la itinerancia, a la necesidad del pueblo. Éste es un dato carismático que conviene conocer y asimilar. No se trata de imitar las formas ni de hacer lo mismo que hicieron ellos en tiempos y circunstancias muy diversas. Pero es necesario ser fieles a estos rasgos porque nos marcan el horizonte que debe caracterizar nuestra vida y nuestra aportación a la misión de la Iglesia.

Siento que tenemos necesidad de profundizar en nuestra identidad misionera. Después de más de 160 años de historia nos acecha la tentación de la instalación. Tenemos el peligro de perder la mística misionera y aquella mirada que permite descubrir los desafíos más apremiantes hoy para una Congregación misionera y buscar aquellas formas de vida y de apostolado que verdaderamente respondan a ellos. Por otra parte, me inquieta ver algunos claretianos, e incluso algunos Organismos, en que se descubre un cierto clericalismo, tantas veces denunciado por el Papa Francisco, y un deseo de crear seguridades. A veces pugnamos por asentarnos en Diócesis donde hay abundancia de agentes pastorales -frecuentemente haciendo simplemente lo mismo que hacen otros- y no somos capaces de desplazarnos allí donde apremia la urgencia misionera. Sé que es necesario tener alguna base sólida para poder atender en itinerancia otras urgencias, pero me da la impresión de que, a veces, el equilibrio se pierde a favor de la instalación. No tengamos miedo de salir. Pero esto es imposible sin una profunda espiritualidad misionera. Dejemos que la llamada misionera guíe siempre nuestras opciones.

Hace un año y medio concluimos el itinerario de “La Fragua en la vida cotidiana”. Ha sido un regalo ofrecido a todos los claretianos que se han querido aprovechar de él. El camino propuesto nos ha ido guiando, sobre todo de la mano de la Palabra de Dios, en un proceso que podríamos llamar de re-iniciación carismática que espero dé frutos abundantes. Será bueno evaluar cómo se ha seguido en cada Provincia y Delegación.

Por otra parte, y lo he dicho varias veces, descubro la necesidad de promover un conocimiento más profundo del Fundador y de nuestro patrimonio carismático. Observo en no pocos claretianos una falta de interés preocupante en este sentido. Hemos hecho un gran esfuerzo para facilitar el acceso en diversas lenguas a esta documentación, pero me doy cuenta de que, incluso entre claretianos con responsabilidades de gobierno o formación, existe una gran laguna en este campo. Conocer mejor al Fundador y la historia congregacional, especialmente el camino congregacional de renovación en los años del posconcilio, nos va a ayudar a apreciar más nuestra identidad misionera y a encontrar formas de expresarla creativamente hoy. Nos dice el Papa Francisco en su carta apostólica al inicio del año de la vida consagrada: “Poner atención en la propia historia es indispensable para mantener viva la identidad y fortalecer la unidad de la familia y el sentido de pertenencia de sus miembros”.

Hemos querido que el Capítulo se centrara en el tema de la misión porque es el núcleo de nuestra identidad. ¿Qué rasgos debemos acentuar hoy para que esta identidad misionera siga marcando nuestra vida, nuestras comunidades, la formación, el apostolado, la organización y la economía? ¿Cómo hemos de expresar hoy esta identidad en nuestras opciones apostólicas para que sigan siendo portadoras de vida y esperanza en nuestro mundo? Espero que tengamos la lucidez necesaria para sabernos centrar en lo esencial y dejar de lado otras cuestiones que se pueden resolver de otros modos. Estoy convencido de que nos jugamos mucho en ello.

  1. Vivir el gozo de la fraternidad en la comunidad misionera

Nos dice el Papa Francisco en su carta apostólica a los religiosos: “Vivir el presente con pasión es hacerse ‘expertos en comunión’, ‘testigos y artífices’ de aquel proyecto de comunión que constituye la cima de la historia del hombre según Dios. En una sociedad de enfrentamiento, de difícil convivencia entre las diferentes culturas, de la prepotencia con los más débiles, de las desigualdades, estamos llamados a ofrecer un modelo concreto de comunidad que, a través del reconocimiento de la dignidad de cada persona y de compartir el don que cada uno lleva consigo, permite vivir en relaciones fraternas”.

¡Qué bello es encontrarse con claretianos que viven gozosos el don de la fraternidad y contribuyen a que los otros puedan acceder a esta misma experiencia! Hay personas que con su presencia y sus actitudes saben crear aquel clima que invita a todos a vivir con gozo la vocación misionera y a asumir con verdadera alegría las renuncias que comporta. Por el contrario, ¡qué triste es encontrarse con claretianos que simplemente “soportan” la vida comunitaria y ven las exigencias de la vida fraterna como una limitación a sus propios planes. Ni son felices ni dejan serlo a los demás. Son muchos los detalles que nos revelan estas actitudes: las ausencias persistentes de los momentos comunitarios, las maniobras grupales que tanto daño hacen y que impiden un discernimiento sereno y son muestra de deseo de poder o de otras ambiciones, la falta de transparencia respecto a los propios planes e incluso la independencia en el uso del dinero que constituye un verdadero agravio a quienes ponen a disposición de la comunidad y de su misión el fruto de su trabajo o las donaciones que reciben. La Congregación es nuestra familia, y en la familia o se comparte o ésta deja de existir.

Me cuesta comprender la facilidad con que se piden permisos de exclaustración y secularizaciones. Cuando la vida fraterna ha dejado de ser un valor en la vida de un religioso, no se encuentra ninguna dificultad en separarse del Instituto. Todo se reduce a una valoración de lo que “más me conviene”. Es algo que revela que, de hecho, nunca ha existido un verdadero sentido de pertenencia. La Congregación fue un instrumento para conseguir la propia meta; una vez conseguida, ya no sirve.

El Sínodo sobre la Nueva Evangelización nos pidió a los religiosos que “fuéramos testigos de la fuerza humanizadora del Evangelio a través de nuestra vida fraterna”. Sí, la vida fraterna es un anuncio gozoso de la novedad del Reino. Sentirse parte de esta familia que es la Congregación es hacer una experiencia de gracia. La comunidad es un don. Hay que acogerlo con gratitud y cuidarlo con esmero. Todo ello nos lleva a vivir concretamente la relación con los hermanos con quienes compartimos la vida y la misión en la comunidad local, sabiendo alegrarnos de los dones que cada uno pone al servicio del proyecto común y siendo conscientes de nuestras propias limitaciones y egoísmos que nos invitan constantemente a pedir perdón y a perdonar.

Sentirse parte de la familia congregacional nos ayuda a superar cualquier tipo de actitudes cerradas que limitan el horizonte a los límites de la propia Provincia o Delegación y dificultan la integración plena en los distintos grupos claretianos que viven y trabajan en las diversas partes del mundo. Me he encontrado con personas que expresan fuertes reticencias a ser incardinados en otros Organismos y que quisieran más bien ir plantado comunidades de sus propios Organismos en lugares donde la Congregación ya está presente con un proyecto de vida y misión bien articulado y dinámico y que está deseosa de compartirlo con otros hermanos que se quieran sumar a él y enriquecerlo con sus aportaciones. Se trata de un tema “misionero” que, obviamente, no se entiende correctamente cuando se considera desde otros intereses.

La comunidad es el sujeto de la misión. Y es importante que, en este Capítulo, sepamos subrayar este aspecto tan fundamental. La misión la asumimos todos y la vivimos en la comunión de dones y servicios. Asumir comunitariamente la misión supone un ejercicio serio de oración y diálogo comunitario para analizar, discernir, explicitar las opciones y el modo de llevarlas a cabo, evaluar y, sobre todo, para sentirse unidos en aquel celo misionero que nos convoca en comunidad misionera, aquel “mismo espíritu” que el P Fundador descubrió en los compañeros con quienes comenzó el proyecto de la Congregación (cf. Aut 489).

Hermanos, abrámonos a la experiencia de la fraternidad y sepamos dejar que ella nos conforme como verdadera comunidad misionera.

  1. Cuidar la formación

“Cuidad la formación”, nos insistía el Papa a los Superiores Generales en el coloquio que tuvimos con él el 29 de noviembre de 2013. Repitió varias veces que la “formación es un trabajo artesanal”. Ciertamente lo es y más en un contexto de globalización cultural en el que parece que todo se puede controlar a distancia y fabricar en serie. Hemos insistido mucho durante estos años en el acompañamiento personal. Es la base para ayudar a asimilar los valores fundamentales de la vida misionera claretiana y preparar para una vida comunitaria madura y gozosa.

Siento una gran admiración y gratitud por aquellos formadores que asumen con gozo su importante tarea y a ella dedican generosamente su tiempo y sus energías. No es fácil acompañar con respeto y, al mismo tiempo, con exigencia. Una relación seria y profunda con el otro siempre es cuestionante para uno mismo. Gracias a tantos formadores que ponen lo mejor de sí mismos al servicio de sus hermanos más jóvenes.

Nuestra formación ha de ser misionera y en este Capítulo deberemos considerar cuáles son los acentos que hay que poner en el proceso formativo para preparar a nuestros formandos a asumir las opciones misioneras que consideramos que expresan hoy mejor el carisma claretiano. Las centros de formación en la Congregación deben organizarse como “comunidades formativas”, distintas de los modelos que se ofrecen en otros Seminarios diocesanos, de modo que eduquen a los misioneros en formación al diálogo y a la corresponsabilidad en la definición de los diversos aspectos de la vida comunitaria y del proyecto pastoral de la comunidad.

Quisiera subrayar dos aspectos que me parecen fundamentales en el ámbito formativo, ya sea en el período de la formación inicial, ya sea en referencia a un proceso formativo que ha de continuar durante toda la vida.

Uno de ellos es la dimensión de la “ruptura”. Es necesaria que exista durante el proceso formativo. A veces tengo la impresión de que no conseguimos integrar suficientemente este aspecto. Creo que habría que insistir mucho más en ello durante el año de noviciado. Incluso he llegado a pensar si, en las actuales circunstancias, no fuera mejor ir pensando en un tiempo de noviciado más prolongado que ayudara tanto a experimentar esta ruptura como a una interiorización más profunda de los valores fundamentales de la vida religiosa y, más particularmente, de la vida misionera claretiana. Me parece que valdría la pena estudiar este tema y contrastar nuestra experiencia con la de otras Congregaciones similares a la nuestra. Optar por la vida religiosa supone renunciar a otros valores. Y esto hay que asumirlo profundamente y con gozo. Quizás el ritmo académico esté marcando excesivamente los procesos formativos. Es importante una buena preparación académica, pero lo fundamental es crear en el corazón del misionero en formación aquellas convicciones y actitudes que harán posible que viva con gozo la vida misionera.

El segundo aspecto se refiere a la “continuidad” del proceso formativo durante toda la vida. Lo hemos llamado formación continua o formación permanente. Está bien explicitado en el Plan general de formación. Es un desafío que nos acompaña siempre. Vuelvo al coloquio con el Papa Francisco. “Despertad al mundo”, nos decía. Pero para ello hay que estar despiertos. No puede despertar a nadie quien anda dormido y distraído por la vida. Cuidar la dimensión formativa supone compromiso personal y proyecto comunitario. No se trata de sacar títulos. Cuando sea necesario se les pedirá a algunos realizar estudios especializados. Aquí me refiero a aquella actitud espiritual e intelectual que ayuda a mantenerse abierto a los nuevos cuestionamientos que surgen de las situaciones sociales y culturales de nuestro mundo y se compromete en un camino de búsqueda de respuestas significativas para uno mismo y para aquellos a quienes hemos sido enviados. Es una formación que debe también tener en cuenta la dimensión carismática claretiana, como indicaba en otra parte de esta reflexión, tanto en el aspecto de conocimiento como de vivencia gozosa de los valores que hemos profesado. Todo ello ayudará a crear una “cultura congregacional y provincial” que contribuirá a dinamizar la vida misionera y a entusiasmar a quienes se van agregando a ella al finalizar su proceso de formación inicial.

Conectado con esta dimensión formativa quiero referirme a otro aspecto fundamental de nuestra vida: la pastoral vocacional. ¿Es convocante nuestra comunidad? Durante estos años se ha trabajado intensamente en la pastoral vocacional. En la Memoria de gobierno se ofrece una evaluación sobre este trabajo. El gran reto sigue siendo crear la “cultura vocacional”. Es verdad que tenemos un buen número de jóvenes en los procesos de formación inicial, pero sigue preocupando la pastoral vocacional. En algunos lugares el ambiente social y cultural están dificultando a los jóvenes abrir su corazón a la propuesta vocacional claretiana. Pero, incluso en los lugares donde tenemos abundantes vocaciones, constatamos que la mayoría no provienen de nuestros propios centros sino de campañas vocacionales que se realizan en otros lugares. Creo que es importante un acercamiento mayor a los jóvenes y, en algunos lugares, un proyecto de pastoral infantil y juvenil más sistemático. De todos modos, me vuelve siempre a la mente la pregunta fundamental: ¿estamos verdaderamente entusiasmados con nuestra propia vocación, tan entusiasmados que sentimos el deseo fuerte de proponerla a otros? ¿Es convocante nuestra comunidad?

  1. Un ministerio profético

“Vivid el don de la profecía”, nos decía el Papa Francisco en el coloquio al que me he referido varias veces. Y continuaba advirtiendo: “no juguéis a ser profetas”. Se refería al testimonio de la vida y a la acción apostólica. Jugar a ser profetas sería mera hipocresía. La hipocresía mata el mensaje, la generosidad en la entrega y la coherencia entre el mensaje y la vida dan credibilidad al anuncio. La vida consagrada tiene una dimensión profética (cf. VC 84) y estamos llamados a vivirla con radicalidad.

Nuestra proyección misionera ha de transparentar esta dimensión profética. Éste debe ser un criterio fundamental a la hora de discernir dónde y cómo hacernos presentes. Se usa a veces con demasiada ligereza la expresión “lo más urgente, oportuno y eficaz”. Me pregunto: ¿desde qué criterios? ¿con qué modalidades? ¿a través de qué procesos de discernimiento? La misma expresión que encontramos en las Constituciones “empleen los Misioneros todos los medios posibles” (cf. CC 48) hay que verla como un germen permanente de profecía que nos dejó el Fundador y no como una excusa para justificar cada uno lo que quiera. Nos obliga a estar siempre muy atentos a los signos de los tiempos para que nuestra palabra -que es también gesto, acción, libro, presencia, etc.- tenga espesor profético. Exige estar muy abiertos a la Palabra de Dios y dejar que sea su luz la que ilumine nuestra lectura de la realidad y la búsqueda de los caminos de comunicación del Evangelio. Nos compromete a un serio proceso comunitario de discernimiento que nos permita definir los programas y estructuras apostólicas que deben dar cauce operativo al proyecto misionero. Así evitaremos la dispersión, que debilita el sentido de identidad congregacional y sirve a algunos para justificar compromisos que no tienen nada que ver con la vivencia del carisma misionero claretiano.

Creo que en nuestra Congregación hay un déficit de discernimiento. Os lo comentaba en la Circular de anuncio del Capítulo y quiero repetirlo ahora. Percibo una excesiva dispersión en nuestros apostolados, que han ido surgiendo, con excesiva frecuencia, sin un discernimiento suficientemente profundo y reposado. A veces simplemente se han ido multiplicando presencias porque así lo ha pedido un Obispo, especialmente en el caso de las parroquias, o porque no se ha tenido la capacidad de establecer procesos serios de reflexión en torno a la proyección misionera de un determinado Organismo. Pero, para realizar un buen discernimiento se necesita claridad en los criterios. Creo que el tema que se ha propuesto para este Capítulo apunta precisamente en esta dirección. ¿Cuáles han ser las características fundamentales que deben marcar hoy nuestra proyección misionera en el ámbito del apostolado? La Prefectura general de apostolado ha venido desarrollando un proceso de reflexión durante los últimos años que deberemos tener en cuenta en nuestro diálogo capitular.

Por otra parte, el Papa Francisco nos está invitando a “salir”, a desplazarnos hacia lo que él llama las “periferias” existenciales, sociales, geográficas y culturales. El Sínodo sobre la Nueva Evangelización dijo lo mismo de otro modo. Nos pidió a los religiosos disponibilidad para ir a las fronteras de la misión: fronteras geográficas, sociales y culturales. Como misioneros tenemos vocación de frontera. ¿Qué significa hoy, concretamente, para nuestra Congregación? No se pueden sentir las urgencias de las periferias si no estamos permanentemente atentos a la realidad. No se trata de estar dando saltos de un lugar a otro. Se trata de poner en marcha proyectos consistentes que respondan a las grandes cuestiones que se plantean desde estas periferias. Como misioneros claretianos no estamos llamados a ofrecer primordialmente lo que podríamos llamar “servicios religiosos”, sino a suscitar, a través del anuncio de la Palabra y de los diversos proyectos apostólicos que llevemos entre manos, aquella transformación que invita a las personas a cambios profundos en su vida y les abre nuevos horizontes, que estimula a la Iglesia a volver a sus raíces evangélicas y a vivir su vocación de servidora de la humanidad, y que promueve en la sociedad aquellos cambios que puedan acercar la historia de la humanidad al proyecto que Dios tiene para sus hijos. Éste es un ministerio profético. Ésta es una vida misionera capaz de entusiasmar a quien se ha sentido llamado a dejarlo todo para seguir a Jesús. Por esta senda hemos de caminar los misioneros claretianos.

Desde ahí habrá que señalar prioridades y concretar acciones en los diversos contextos en que vivimos y trabajamos. La acción pastoral de un claretiano no debería dejar indiferente a nadie, ha de ser necesariamente provocadora y transformadora. Y seamos claros: esto cuesta porque es muy exigente para nosotros mismos. Pero llena de aquel gozo que expresaron los discípulos al regresar donde Jesús después de haber sido enviados y que movió a Jesús a bendecir al Padre porque la Palabra anunciada cambiaba las vidas y la realidad. (cf. Lc 10,17-21).

  1. Una organización que ayude al dinamismo misionero

Durante este sexenio hemos empleado muchas energías en los procesos de reorganización congregacional. En las Memorias encontraréis los datos y las evaluaciones. Lo hemos hecho en obediencia al mandato del último Capítulo General que insistió en este tema, repetido en todos los últimos Capítulos. Quiero agradecer la colaboración de todos en la realización de estos proyectos. Sin esta colaboración hubiera sido imposible llevarlos a la práctica.

En la creación de los nuevos Organismos Mayores, ya sea por desmembración de aquellos Organismos a los que pertenecían hasta ese momento, ya sea por la unión de algunos ya existentes, se ha dado importancia a la definición del “Proyecto de vida y misión” de la nueva Provincia o Delegación. Los procesos de reorganización se han vivido de modo diverso en los distintos casos, pero siempre se ha promovido la participación de todos los interesados. Han abierto nuevos horizontes misioneros a las Provincias y Delegaciones implicadas. Muchos los han vivido con una gran generosidad y disponibilidad, con sano optimismo. No podemos negar, sin embargo, que en algunos casos han suscitado preocupación y resistencias en algunos miembros de los Organismos Mayores protagonistas de la reorganización. Algunos claretianos han manifestado su descontento u oposición a dichos cambios, la mayoría de las veces de un modo positivo que ha ayudado a profundizar la reflexión y el diálogo, otras con una actitud cerrada que ha causado desconcierto y frustración en otros miembros de las Provincias y Delegaciones que participaban en el proceso. Constatamos que, sin una profunda conciencia congregacional y una visión verdaderamente misionera de nuestra vida, es muy difícil hacer avanzar estos procesos, sobre todo cuando se trata de reunir Organismos Mayores existentes para formar una nueva Provincia.

Quedan todavía pendientes para el próximo sexenio algunos proyectos. La constitución de algunas Delegaciones Independientes como Provincias y la creación de alguna nueva Delegación Independiente. Se viene trabajando en ello desde hace algunos años. El proceso de reorganización congregacional en Europa, más complicado al implicar todos los Organismos claretianos en este continente, cuenta ya con una propuesta consensuada que el Gobierno General actual entregará la nuevo Gobierno para que tome las decisiones oportunas.

Ahora es tiempo de consolidar los nuevos Organismos, incluso destinando o incardinando en ellos, cuando sea necesario, algunos claretianos de otras zonas congregacionales. Es un momento delicado en que todavía algunos miden las ventajas o desventajas que parece que la reorganización ha supuesto para los viejos Organismos de pertenencia. Es tiempo de consolidar la nueva conciencia de Provincia. Se ha hecho un gran esfuerzo para articular bien las presencias claretianas en las nuevas Provincias y en los diversos países que las forman. Creo que hay que respetar este proceso y los criterios que lo han guiado que son, a fin de cuentas, los que nos indica nuestra legislación.

Otro aspecto en que se ha trabajado es en la organización de la economía congregacional. Ha habido una buena colaboración congregacional en este sentido. Algunas Provincias y Delegaciones han ido consiguiendo un grado notable de capacidad de autofinanciación o, incluso, han llegado a conseguirla. Todo ello es fruto del trabajo y de la cooperación. La Memoria de economía y el dictamen de la comisión pre-capitular que la ha examinado nos van a ayudar a analizar este aspecto de la vida congregacional.

En este ámbito de la economía quiero subrayar la necesidad absoluta de transparencia. Os confieso que, a veces, me sorprende la actitud y la conducta de algunos -pocos, gracias a Dios- que han creado sus propios recursos económicos al margen de los compromisos que adquirieron con la profesión religiosa. Hemos intentado junto con los Superiores Mayores ejercitar la vigilancia sobre este tema, pero, al final, hay un ámbito que queda a la conciencia de cada uno que ha hecho su voto de pobreza ante Dios y ante toda la comunidad cristiana.

HOMBRES QUE ARDEN EN CARIDAD – HIJOS DEL CORAZÓN DE MARÍA

El Papa Francisco concluye su exhortación apostólica “Evangelii gaudium” con un capítulo que titula “evangelizadores con espíritu”. Nos dice el Papa: “Jesús quiere evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras sino sobre todo con una vida que se ha transfigurado en la presencia de Dios” (EG 259). Sin una profunda espiritualidad nuestra vida y nuestro trabajo apostólico no serán capaces de comunicar el Evangelio. Hemos de recuperar una verdadera mística misionera: dejar que Dios se apodere de nosotros, cuidar la amistad con Jesús y dejarnos guiar por su Espíritu. “Aspirar a la santidad: éste es en síntesis el programa de toda vida consagrada” nos dice Vita Consecrata en el número 93.

En el Capítulo anterior quisimos subrayar de un modo especial este aspecto. Dijimos que sin reavivar el fuego de la caridad no podremos vivir con gozo y generosidad la vocación misionera. Después de seis años, ¿cómo sentimos este fuego dentro de nuestros corazones? El itinerario que nos ha propuesto “La Fragua en la vida cotidiana”, ¿nos ha ayudado a ello? Lo habíamos ya dicho en aquella frase que articuló el Congreso internacional sobre la vida consagrada celebrado en Roma el año 2004: “Pasión por Cristo, pasión por la humanidad”. El Hijo del Corazón de María es un hombre que arde en caridad. ¿Cuántas veces lo hemos repetido y meditado?

Os lo decía en la Circular Misioneros y quiero recordarlo de nuevo: “Sabemos que la experiencia del amor de Dios -una experiencia profunda del amor de Dios, añado- nos capacita para acoger a los demás como hermanos y a la Creación como don a compartir. Si fuéramos capaces de mirar la realidad con aquella compasión de Jesús, que llenaba también el corazón de Claret, nacería en nosotros el deseo poderoso de hacer algo. No nos preocuparía mantener posiciones de poder o de prestigio, porque estaríamos interesados solamente en acercarnos a aquellos que esperan un gesto de amor en medio de las experiencias de exclusión que están viviendo. No nos sentiríamos amenazados por nada ni por nadie porque nos llenaría el corazón la paz de quien se sabe amado por el Padre y enviado por Jesús que prometió estar siempre con sus discípulos. No nos daría miedo dar testimonio de nuestra fe porque sabríamos que es el mejor servicio que podemos ofrecer a los hermanos. No cejaríamos en nuestro empeño por crear un mundo más cercano al proyecto de Dios para sus hijos porque nos dejaríamos llevar por la certeza de la promesa del Padre que alimenta nuestro compromiso misionero: un mundo nuevo “en el que reinará la justicia”. Nos inquietaría solamente ver la situación de tantas personas que, por motivos diversos, no alcanzan a vivir la experiencia de saberse amados y nos sentiríamos poderosamente llamados a ser expresión del Corazón del Padre en el contexto particular en que nos toca vivir a cada uno. Nuestra espiritualidad es misionera y nuestra respuesta a la llamada a la santidad pasa por el compromiso misionero. Bebamos del pozo del que nace el agua viva, la única que puede colmar nuestra sed y hacer que nuestra vida ofrezca frutos abundantes para todos”.

Ojalá que nuestras vidas y nuestras obras fueran capaces de proclamar la bondad del Padre y la certeza de que va a cumplir su promesa de salvación, como hizo María en su Magnificat. Esto es ser Misioneros, hijos del Corazón de María. Hermanos, cuidemos la espiritualidad, escuchemos de nuevo la llamada a la santidad.

CONCLUSION

Nos disponemos, pues, a iniciar nuestro itinerario capitular. Estamos reunidos los 82 capitulares que participamos en él a títulos diversos: ex oficio, por elección o por nombramiento. El Capítulo General fue anunciado con una circular del Superior General el día 16 de julio de 2014. A partir de aquel momento se inició su preparación que, gracias a Dios, ha transcurrido según el programa previsto y se ha desarrollado con toda normalidad en sus diversos aspectos. Con carta circular del 19 de marzo de 2015, el Superior General convocó oficialmente el Capítulo después de haberse concluido el período de elección de los delegados y de haber sido nombrados seis capitulares por el Gobierno General. Durante este tiempo de preparación del Capítulo, además, del Gobierno General, han trabajado diversas personas y comisiones. A todos ellos nuestro más sentido agradecimiento.

Durante la semana pasada se ha reunido en la Curia General una comisión compuesta por tres capitulares y tres expertos que han llevado a cabo un análisis detenido de la Memoria de economía. Se ha realizado esta reunión para poder examinar la Memoria con mayor amplitud de tiempo y con un acceso más fácil a toda la documentación que fuera necesaria. Su informe se entregará a todos los capitulares junto con la Memoria. Esperamos que sea una ayuda importante para evaluar el estado de la economía de la Congregación y para identificar los desafíos más importantes en esta área. A los miembros de la comisión va también nuestra gratitud por su trabajo.

Con la celebración del Capítulo concluye la labor del Gobierno General que fue elegido en el Capítulo anterior. Quiero compartir con todos que ha sido una experiencia muy positiva el trabajo que hemos podido realizar como equipo. El formar comunidad nos ha ayudado a conocernos mejor y ha facilitado el diálogo entre nosotros. Quiero agradecer a todos los miembros del equipo su generosa dedicación a la misión que les fue confiada. Es nuestro deseo que el trabajo que hemos llevado a cabo haya sido positivo para la Congregación. Queremos agradecer la fraternidad con que siempre se nos ha recibido y la colaboración que hemos encontrado en los Gobiernos de las Provincias y Delegaciones en todas las visitas y proyectos durante el sexenio. Estoy seguro que, tanto yo personalmente como Superior General como el Gobierno, hemos cometido errores o no hemos sabido responder debidamente a las necesidades que se han planteado en diversas partes de la Congregación. Pedimos perdón por ello, así como también por todas aquellas veces que nuestras palabras o actitudes hayan podido herir a las personas o hayan estado faltas de caridad o sensibilidad hacia sus situaciones. En este sentido no nos queda sino confiarnos a vuestra benevolencia.

El Gobierno General ha podido llevar a cabo su tarea gracias a la colaboración generosa y fiel de los Claretianos que han trabajado en la Curia o han asumido la responsabilidad de animar un área determinada de la vida congregacional. Sus nombres están señalados en la Memoria. Sin ellos no hubiera sido posible desarrollar el Plan de acción para estos seis años. A todos un gracias muy sincero.

Sé que, si hemos podido hacer algún bien, ha sido porque hemos estado siempre apoyados por la oración de nuestros hermanos. Quiero expresar, de un modo especial, mi gratitud a nuestros hermanos enfermos y a los miembros de las comunidades asistenciales porque sé muy bien que cada día han orado por el Superior General y su Consejo. También lo han hecho las comunidades formativas. Gracias a todos. Os sentimos a todos muy cercanos. Sabed que la experiencia y sabiduría de unos y la ilusión juvenil de los otros son tesoros importantes para toda la comunidad congregacional.

Son muchas las personas que estos días van a sentirse cerca de nosotros. Por de pronto nuestros hermanos de Congregación, pero también los miembros de la familia claretiana y tantos laicos, religiosos y sacerdotes que nos ha prometido su oración para el éxito del Capítulo.

No quiero concluir esta reflexión inicial sin dirigir una mirada a María. Ella nos acompaña siempre como icono de la confianza total en el amor del Padre. Escuchó la Palabra, la conservó en su Corazón y a su servicio puso toda su vida. De ese Corazón fecundado por la Palabra nació el Magnificat, el canto del profeta. Con María quisiera que todos nosotros supiéramos reconocer las maravillas que Dios obra en los pequeños y, a partir de nuestra propia experiencia de la fuerza transformadora de la Palabra y del Espíritu, nos atreviéramos a proclamar nuestra fe en el proyecto de Dios “que derriba del trono a los poderosos y ensalza a los humildes, que colma de bienes a los pobres y despide a los ricos vacíos”. Que ello nos ayude a renovar nuestro compromiso de vivir únicamente al servicio de este proyecto. De este modo llegaremos a ser verdaderos seguidores de Claret y de tantos hermanos nuestros que nos han precedido en la hermosa tarea de anunciar el Evangelio a todos los pueblos.

Declaro, pues, oficialmente abierto el XXV Capítulo General de nuestra Congregación. Comencemos nuestro itinerario capitular “in nomine Domini”.

Roma, 24 de agosto, 2015

 

Josep M. Abella Batlle, cmf.

Superior General

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