Venerable Padre Mariano Avellana Lasierra

El Venerable P. Mariano Avellana Lasierra, nació en Almudévar (Huesca – España) el 16 de abril de 1844. Fue bautizado el mismo día. Recibió su confirmación el 2 de abril de 1851. A los 14 años se convirtió en seminarista externo en el seminario de Santa Cruz de Huesca. A los 17 años, se convirtió en seminarista interno. El 21 de diciembre de 1867 fue ordenado diácono. El 19 de septiembre de 1868 recibió la consagración sacerdotal. El 11 de septiembre de 1870 ingresa en el noviciado de los Misioneros Claretianos en Prades (Francia), donde los religiosos, expulsados de España a causa de la revolución de 1868, se habían refugiado. El 29 de septiembre de 1871 emitió sus votos religiosos. El 25 de septiembre «día dichoso, día grande para mí» el Señor le favoreció con una visión, a raíz de la cual su vida, ya buena, tomó un rumbo muy comprometido para el bien. El 1 de agosto de 1873 se embarcó como misionero hacia Chile. Llegó allí el 11 de septiembre con el propósito concebido en la visión y ahora expresado con recato de querer ser «o santo o muerto». Estaba enamorado de Cristo y del Evangelio; pero también era un devoto del Corazón de María. En Chile, fue un apóstol de talla gigantesca entre los pobres, los enfermos y los encarcelados durante más de treinta años de incansable vida misionera. Se entregó al apostolado y al ejercicio de las virtudes con el mayor celo, animado por una fe viva, una esperanza fuerte y una caridad ardiente, hasta el punto de que pronto recibió el título de «Santo Padre Mariano». Murió con fama de santidad en Carrizal Alto (Chile) el 14 de mayo de 1904. Pablo VI decretó la introducción de la Causa el 7 de enero de 1972. Con el decreto del 23 de octubre de 1987 sobre la heroicidad de las virtudes fue llamado Venerable.

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ORACIÓN

Señor Dios nuestro, que inflamaste con tu amor a tu Siervo Mariano y lo hiciste misionero fervoroso de tu Hijo: concédenos, por su intercesión, todo lo que te pedimos…. y dígnate glorificarlo en la tierra. Haz que imitemos sus virtudes y sigamos su ejemplo, para buscar siempre y sólo tu mayor gloria y la salvación de nuestros hermanos. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

INFANCIA

Mariano Avellana Lasierra nació en Almudévar (Huesca – España) el 16 de abril de 1844, hijo de Francesco y Raffaella, «agricultores de buena condición económica y buena moral». Había ocho hermanos. Los Avellana eran originarios de Nocito, una familia bautizada con un escudo que lleva un Crucifijo en el escudo. El bisabuelo paterno del Siervo de Dios fue el primero de los Avellanas en instalarse en Almudévar. El escudo de piedra aún se conserva en la casa solariega. La familia Avellana tenía la capilla de Santa Ana en la iglesia parroquial. Aquí Mariano fue bautizado el mismo día de su nacimiento. Los familiares aún conservan la jarra de cristal para el agua lustral utilizada en su bautismo y en el de otros miembros de la familia. Cuando nació, sus padres vivían en la calle del Medio, nº 14, hoy calle Izquierdo, esquina con Vía Dato. Almudévar se encontraba junto al antiguo castillo bajo la protección de la patrona N. S. de la Corona, venerada en la capilla que domina el pueblo de tres mil habitantes, la mayoría de ellos agricultores. Además de este santuario y de la gran iglesia parroquial, había otros dos más pequeños y un pequeño hospital. La vida espiritual del pueblo estaba a cargo del párroco y de diez benefactores.

El 2 de abril de 1851, el Siervo de Dios recibió la Confirmación junto a sus hermanos en la iglesia parroquial de manos del entonces Obispo de Jaca, más tarde Cardenal Arzobispo de Santiago, don Miguel García Cuesta.

Asistió a la escuela primaria local. El profesor Tommaso Lalaguna declaró en 1855: «Mariano ha seguido puntualmente mis lecciones con provecho y con una conducta irreprochable». Más tarde, sus padres le inscribieron en la escuela media de Huesca -actualmente Museo Provincial- donde, de 1855 a 1858, estudió latín y literatura.

Desde sus primeros años, el amor a la Virgen marcó profundamente su corazón. «Eras aún muy joven cuando te enseñé a saludarme por la mañana y por la noche con tres Avemarías», escribió el Siervo de Dios en sus notas mientras escuchaba la voz de la Reina del Cielo. Del ambiente religioso de la familia, asegura: «Después de Dios, ser sacerdote, se lo debo a mis padres».

SEMINARISTA Y SACREDOTE EN HUESCA .

El año 1858 ingresó en el Seminario de la Santa Cruz de Huesca como alumno externo. En 1861 permaneció allí como interno. Pasó los últimos años de su carrera en la Sección Auxiliar del Seminario de Sesa: Nuestra Señora de Jarea. El 19 de septiembre de 1868, en Huesca, es ordenado sacerdote por el obispo Basilio Gil Bueno en la capilla del Palacio Episcopal, donde ya había recibido antes sus otras órdenes sagradas de manos del mismo obispo.

19 de septiembre de 1868: una fecha importante en la historia de España. En Cádiz, la escuadra naval se levanta y Prim proclama el Manifiesto Revolucionario: «España con honor». Así comienza la revolución de septiembre. ‘La Gloriosa’ con muchas y tristes consecuencias para la nación y la Iglesia. El obispo de Huesca es expulsado de su diócesis, el seminario cerrado. En su último año de estudios, el nuevo sacerdote se ve obligado a recibir clases particulares en casa de los profesores.

El padre Mariano, alto de estatura, de finos modales, de carácter fuerte y enérgico, de maneras joviales, elegantes y decididas, poseía también una voz potente e impresionante. Al cantar el Evangelio en su ordenación como diácono, el obispo se sorprendió. Le nombró subdiácono benefactor de la iglesia de San Pedro el Viejo de Huesca.

Se inscribió en la Cofradía de Nuestra Señora del Carmen, del Escapulario Celestial, de la Santísima Trinidad, de la Reparación Sabatina. Según los testigos del Proceso, fue ejemplar y observante de sus deberes sacerdotales, sin ningún signo particular o extraordinario. Recuerda que el día de su primera misa quiso que se diera una comida a los pobres del pueblo. Asimismo, se distinguía por su bondad con los necesitados, a los que ayudaba generosamente. Sucedió que, no teniendo nada más que ofrecer, se quitó la sotana y se la dio a un pobre.

Hijo misionero del corazón de María.

En 1868 las Misioneras del Corazón de María se instalan en Huesca. Desde su Casa-Misión en la Iglesia de los Capuchinos, llevaron a cabo un intenso apostolado: misiones, ejercicios para el clero, dirección espiritual, retiros en el seminario. En 1867, cuando el Siervo de Dios era todavía seminarista, los padres Giuseppe Serra e Ilario Brossosa celebraron una misión en su pueblo de Almudévar. Al acercarse con frecuencia a los misioneros, sintió la llamada de Dios a la vida religiosa y misionera.

El 7 de septiembre de 1870, se dirige al noviciado claretiano de Prades. Sólo su tía Marianna Avellana, una mujer virtuosa con fama de santa, residente en Almudévar, conocía su decisión. Le ayudó con los gastos del viaje a Francia. Nunca volvería a su país, aunque lo llevaría profundamente en su corazón. Asimismo, no volvería a ver Huesca. Impresiona leer en sus cuadernos espirituales la larguísima lista de personas por las que rezaba cada día: familiares, amigos, conocidos del pueblo, compañeros de seminario y de parroquia, canónigos, bienhechores, autoridades, sin olvidar a nadie, desde el prelado por el que fue ordenado sacerdote hasta el carretero que traía paquetes y verduras de Almudévar a Huesca, enviado por sus padres y familiares.

«O SANO O MUERTO».

En el noviciado claretiano de Prades, el P. Mariano comenzó una nueva vida. La casa era estrecha, insuficiente. Los Misioneros de la Congregación se habían refugiado temporalmente allí, a la espera de tiempos mejores para volver a España. La observancia religiosa estaba en plena vigencia.

La tenacidad aragonesa del Padre, su total entrega a la voluntad divina triunfó sobre las no pocas dificultades que se le presentaron: el sueño, el hambre, la sensualidad. «Toda su vida tuvo que luchar violentamente, como si fuera un converso reciente, contra la sensualidad. Siempre sentía hambre o ganas de comer a pesar de sus ayunos diarios. Siempre tenía sueño y ansiaba la comodidad, como si el uso de mortificaciones no pudiera adaptarse a su temperamento. Sin embargo, estaba decidido a convertirse en un santo. En el noviciado formuló un gran propósito: «el propósito de toda mi vida es realizar las acciones ordinarias con perfección». «Los religiosos deben trabajar», dijo, «no por días, sino a destajo». «El 29 de septiembre de 1871, hizo su profesión religiosa en manos del reverendo Joseph Xifrè.

Poco después, los superiores le destinaron a la nueva fundación de Thuir (Francia). Es una pena que el P. Mariano sea tan parco en hablar de sí mismo, en sus notas espirituales. En ellas, sin embargo, se recuerda una gracia extraordinaria: la visión que tuvo el 25 de septiembre de 1872. Se le mostró la grandeza, la bondad y la misericordia del Señor frente a su pobreza, su mezquindad y su miseria. «Un gran día», escribió, «un día feliz» …. Recuerda cómo te veías a ti mismo… Recuerda siempre que ese día prometiste a Dios observar fielmente y con exactitud las reglas y propósitos que harías, imitando la generosa «resolución y magnanimidad de corazón» de San Agustín… (¿Quizás los santos tenían más salud y robustez que tú?) Estoy dispuesto a sufrir lo que Tú quieras. Si mis superiores me lo pidieran, con gusto sufriría incluso la muerte por Ti…

En 1873, fue enviado a Chile. Antes de su partida, el P. Mariano, arrodillado ante toda la Comunidad reunida en el refectorio, pidió a los presentes oraciones para poder vivir siempre el ideal que se propuso desde su noviciado: «¡Oh Santo O Muerte! «. Algunos no pudieron ocultar una sonrisa al escuchar la inesperada y decisiva resolución de aquel misionero aragonés. Sin embargo, todo el mundo quedó profundamente impresionado. El padre Mariano estaba decidido a convertirse en santo a cualquier precio.

Para Chile, los misioneros se embarcaron el 10 de agosto y llegaron allí un mes después.

APÓSTOL DE CHILE.

El padre Mariano llegó a Santiago el 11 de septiembre de 1873. Tenía 29 años. El resto de su vida -otros treinta- lo pasaría en la nación chilena en una intensa actividad misionera sin descanso, sin un día de vacaciones, sin regresar a su tierra natal, yendo de pueblo en pueblo, de hospital en hospital, de cárcel en cárcel, a lo largo de la larga y accidentada geografía de Chile, particularmente en las regiones mineras del norte. Se le considera el gran apóstol del norte de Chile. Más de treinta años como misionero incansable: desde Concepción a Antofagasta.

No es fácil imaginar lo pesado que era, a finales del siglo pasado, recorrer los pueblos y ciudades de Chile, «una geografía atormentada» por sus 4.200 kilómetros de un extremo a otro por sus montañas y volcanes, y, aún con sus hermosas vistas, sobre todo las centrales y las del sur, por los impresionantes desiertos del norte, desde La Serena hasta Arica, que tienen millones de kilómetros sin vegetación. El desierto de Atacama es la zona más árida y seca de nuestro planeta. Lugares sin luz ni comodidad, con enormes distancias entre ellos. Incluso hoy en día hay parroquias con más de cien kilómetros de extensión. Minas de salitre dispersas en lugares horribles. Un ejemplo: para ir de Ovalle a la misión de Franquilla, el padre Mariano y sus compañeros tuvieron que atravesar 73 leguas de terreno muy duro.

Afortunadamente, nos es posible seguir al Siervo de Dios año a año en sus incursiones apostólicas cuidadosamente registradas en los libros ministeriales de las Comunidades Claretianas a las que fue destinado: Santiago La Serena, Valparaíso, Curicó y Coquimbo. En algunos de ellos fue superior, aunque durante algunos años. El número total de sus misiones superó las 534, además de los ejercicios, retiros, catequesis, sermones varios, novenas, visitas a hospitales y cárceles, conferencias a religiosos. No es exagerado afirmar -según documentos y declaraciones- que los sermones del P. Mariano superan los 20.000.

Nada más llegar a Chile, en septiembre de 1873, comenzó sus misiones. Al principio encontró no pocas dificultades para preparar las charlas. Pero ya en los últimos tres meses de ese año predicó siete misiones: Colina, Doñigue, Coltauco, Pichidegua, Peumo Alhuè y en el Fondo de Aculeo, donde «más de 12.000 personas se confesaron». Llegó a La Serena en enero de 1880 y ya en febrero comenzó su labor, que terminó ese año con nada menos que ¡quince misiones! Un compañero nos informa: «Durante su estancia en la ciudad, el P. Mariano había distribuido sus actividades apostólicas de la siguiente manera: todos los días visitaba el hospital; los lunes las cárceles; los martes el barrio de Máquinas; los jueves la zona del cementerio; los sábados Santa Lucía. En todos esos lugares rezaba el Rosario todos los días y enseñaba el catecismo’.

En 1882, realizó 23 misiones, además de prestar asistencia espiritual al Batallón Coquimbo, a los presos y a los enfermos.

Su predicación era sencilla. Su voz estentórea dada por Dios le ayudó mucho. También lo hizo su robusta salud, que apenas se vio afectada. Las enfermedades con las que el Señor le puso a prueba no fueron un obstáculo para sus ministerios. Persuadido -escribe el P. Santisteban, su compañero de varios ministerios- de que la ignorancia religiosa era uno de los mayores males, buscaba en sus sermones enseñar más que conmover.

Los sufrimientos y las pruebas soportadas por el P. Avellana sólo los conoce Dios. Eran muchos e impresionantes. En la campaña misionera de Copiapó, una vez no pudo ocultar su preocupación y dijo públicamente: «En el norte el poder del diablo es menos resistido que en el centro y sur de la República».

Con el Padre Ruiz se embarcó en Coquimbo. Cerca de su cabaña se encontraban algunos comerciantes, que profirieron palabras insultantes contra la religión. El padre Mariano no pudo contenerse. Mientras su compañero quería contenerle para que no reaccionara, salió de repente y se enfrentó a los calumniadores con toda la fuerza de su voz: «¡Desgraciados! ¡Cómo te atreves a blasfemar y ofender a Dios! Si no os calláis, os cogeré por el cuello y pondré vuestras cabezas en la pila de carbón». Esas personas estaban tan asustadas que no volvieron en todo el viaje. Al final de la misión de Cerro Blanco, en el camino hacia Copiapó, los caballos se separaron y el eje del carro se rompió. El padre Mariano permaneció en el suelo, inconsciente, durante mucho tiempo. Su compañero, con el brazo fracturado, imaginó al P. Mariano muerto al instante. Pero éste, volviendo en sí, exclamó: «Te dije que aquí los demonios tienen más libertad».

Una y mil veces repitió el Siervo de Dios: «Dios me llama a las misiones». Según el Hermano Sazo en el Proceso de Beatificación: «Su pasión dominante fue la conversión de las almas. No perdió ninguna oportunidad de conseguirlo. Una vez me confió que si le hubieran llamado para confesar a un enfermo, aunque supiera que un asesino le esperaba en la puerta para matarle, no habría dudado ni un momento en ir a confesar a ese enfermo».

Hospitales y prisiones.

La santa obsesión del padre Mariano eran las cárceles y los hospitales. Basta con algunos testimonios del Juicio. «Los hospitales y las cárceles constituyeron el objeto principal de sus compromisos sacerdotales». «Pasó toda su vida al servicio del prójimo: en las misiones, en las cárceles, en los hospitales». «Visitar los hospitales y confesar a los enfermos era para él un santo ocio». «Incansable en el servicio a los enfermos, cuando estaba en la ciudad cada día acudía indefectiblemente a los hospitales». «Su amor y afecto por los enfermos del hospital fue constante durante toda su vida, hasta el punto de que, en cuanto regresaba de sus misiones, aunque estuviera cansado, dejaba sus cosas en su habitación e inmediatamente corría a ver al Superior para pedirle permiso para visitar a sus queridos enfermos en el hospital». «El amor, la ternura y la solicitud del padre Mariano por los hospitales eran conocidos por todos. Un día me dijo: Padre, ocúpate de los hospitales. Sólo Dios y yo sabemos los grandes consuelos que encuentro en ellos». «No había hospital o cárcel en Chile que el santo padre Mariano no hubiera visitado». «Tenía una gracia muy especial de Dios para consolar a los enfermos».

No contento con visitar los hospitales, pedía a los Superiores que le llamaran por la noche para llevar los Sacramentos a los enfermos o moribundos en lugar de otro Padre de la Comunidad.

En una carta a su sobrina, Sor Sebastiana, religiosa de la Caridad de Santa Ana, le escribía: «Te recomiendo dos virtudes importantes en el trato con las personas del hospital, además de la caridad, que debe ser tu virtud preferida; la modestia y la dulzura. Con lo primero edificarás a todos; con lo segundo ganarás corazones para Dios’.

Durante dos años, el Siervo de Dios fue superior de la Comunidad Claretiana de Valparaíso y encargado del hospital de la ciudad. Durante ese tiempo -según consta en los registros parroquiales- unió personalmente en sagrado matrimonio a más de ciento veinte parejas en el hospital, donde en esa época había una media de 600 personas hospitalizadas al día. Había toda clase de enfermos: soldados, marineros, convictos, puteros, aventureros… Grandes y rotundas conversiones consiguió el P. Mariano. Las Hermanas de la Caridad, a cuyo cuidado se confió el hospital, atestiguan: «Mientras fue capellán, ningún enfermo murió sin los sacramentos». Y él mismo escribe en una carta con sencillez: «En mi época nadie murió sin arrepentirse.

«Me quedé con él en Valparaíso -cuenta el hermano Sazo, claretiano- y lo acompañé varias veces. Asistía a los enfermos con gran cuidado, prestándose a los servicios más humildes: los peinaba, les afeitaba la barba, los limpiaba. Para entretenerlos, cantaba. Los días laborables rezaba el Rosario de rodillas en cada una de las ocho habitaciones. Además, los días de fiesta y los domingos les predicaba siete u ocho veces de barrio en barrio. Él escucharía sus confesiones. Siempre llevaba el Crucifijo, lo besaba y lo hacía besar. Ver al padre Mariano en el hospital era como ver a un santo…».

Con toda verdad, el P. Alduán pudo escribir en la biografía de otro claretiano, el P. Vallier, que también era apóstol en Chile en aquella época: «En el hospital de Valparaíso permanecerá eterno el recuerdo de uno que esperamos ver pronto en los altares, el santo P. Mariano, que hizo maravillas de celo y caridad. Para volver a ver santos similares, sería necesario traer a esas salas a un San Juan de Dios o a un San Camilo de Lellis’.

Al igual que los hospitales, no había cárcel o penitenciaría en Chile que el padre Mariano no visitara.

En las misiones iba allí todos los días o casi todos los días para predicar y consolar a los internos. El propio Siervo de Dios relata su asistencia espiritual a un condenado a muerte en Valparaíso. Le dispararon en el patio de la prisión, con una gran multitud presente. El ejecutado había pedido al padre Mariano que pidiera perdón en su nombre a todos los presentes. Así que lo hizo. Inmediatamente después de la ejecución, les dirigió unas palabras muy impresionantes. La prensa de Valparaíso se hizo eco de la noticia al día siguiente, destacando el celo apostólico de aquel misionero.

En la ciudad de La Serena», dice el Proceso, «el Mariano, sabiendo del mal empaque de las comidas de la cárcel, me pidió caridad para ayudar a los presos con alguna limosna… El Siervo de Dios me contó que cuando salieron de la cárcel fueron a agradecerle los servicios prestados, con la promesa de cambiar sus vidas.

De nuevo: «El padre Mariano, al enterarse de la inocencia de un preso, se dirigió en persona al Presidente de la República. De rodillas le pidió su liberación. Por respeto a él, el Presidente se lo concedió».

EN LA CRUZ CON CRISTO.

El Señor probó a su Siervo con tres dolorosas enfermedades. Un día, de repente, se le abrió un pequeño absceso en la pierna derecha. Un chorro de sangre salió de él y no pudo ser detenido inmediatamente. Pensó que se estaba muriendo. Finalmente, el médico pudo taparlo. Sin embargo, la herida no se cerró del todo y siguió abriéndose más y más, causando horror a los espectadores. No se podía entender cómo podía seguir trabajando y caminando en ese estado. Sin embargo, el Siervo de Dios nunca cesó su actividad: caminaba, se arrodillaba, permanecía de pie durante largos tramos; montaba a caballo en las largas y duras jornadas de país a país en las misiones. «La herida no se curó durante el resto de su vida», le confió al Hermano Enfermero. Estaba seguro de que nunca se curaría de esa herida, que era más grande que una mano abierta». Siempre me horrorizó esa carne oscura y viva, que cubría con una venda». Llamó a la herida «un regalo de Dios». Al curarlo nunca se quejó, haciendo que el
señal de la cruz al principio y al final.

Al ver aquella espantosa llaga, un padre exclamó: «Vive de milagro». El Siervo de Dios anotó de inmediato en sus notas: «Debo, pues, ser todo de Dios». Por otra parte, salvo su confesor y sus superiores, nadie sabía que el herpes le causó durante muchos años tales dolencias físicas y morales que constituyeron un constante e intenso martirio.

En 1895, predicando a los reclusos en el patio de la cárcel de Curicó, sufrió un repentino ataque de paresia facial. Quedó con la boca contorsionada y con graves dificultades para hablar. Su angustia era terrible. Se sentía ante todo misionero: ¿podría seguir predicando? Resignado a la voluntad divina, se adhirió a las prescripciones médicas. Dobló sus oraciones. Varias veces al día se golpeaba la cara con ortigas. Le costó pronunciarse. Poco a poco se fue recuperando y pudo retomar su actividad misionera hasta el final de sus días:

Todos estos sufrimientos y muchos más le parecían poco para alcanzar su ideal misionero. «Humíllame, Señor», repitió, «pero salva las almas».

«EL SANTO PADRE MARIANO».

El Obispo de La Serena, Dr. Fontecilla, buen conocedor del Siervo de Dios, atestigua: «La gente llama al P. Mariano: «El Santo Padre Mariano y dice la verdad». En todo ese Obispado se le llama precisamente así. El hermano Marcé, claretiano, cuya causa de beatificación también se está introduciendo, también afirmó: «Siempre lo consideré un santo y así lo llamaron muchos otros: «El Santo Padre Mariano». .

En cuanto a sus cualidades naturales, el Siervo de Dios era culto, trabajador, de hermosa presencia, con finura de trato y de palabra, lo que le hacía respetable, manso, humilde, caritativo, abnegado hasta el heroísmo, amigo de los ángeles y padre de los pobres, sin apegos terrenales. «nunca conociendo más y más de su virtud heroica. Su genio vivo y su carácter violento sólo eran recordados por quienes lo habían conocido de joven. En esto están de acuerdo los que vivieron con él». «Era la misma mansedumbre, aunque de carácter violento». «Uno de los atractivos del P. Mariano: el candor, la transparente sencillez de su rostro…» «En el tiempo que le conocí, no recuerdo haber encontrado en él la más mínima falta a los Mandamientos o a las Reglas». «Dicen que tenía un temperamento violento, pero yo nunca lo noté. En cambio, noté en su forma de actuar mucha dulzura y humildad».

Ya en el noviciado, formuló una decisión irrevocable con su famosa frase: ‘0 Santo o muerto’: Tenía que ser santo, sin regatear ni con los enemigos externos ni con los internos. Esto es lo que repetía con frecuencia en sus notas y resoluciones espirituales que terminaban con la frase: «En esto no hay nada más». Hacer las cosas de la voluntad de Dios y hacerlas mal, imperfectamente, no entraba en su mente. Decía: «Tengo más miedo de un solo pecado venial que de todas las enfermedades, persecuciones o desgracias temporales». El secreto de la santidad del P. Mariano era: hacerlo todo bien.

Se reunía invariablemente en retiro espiritual dos veces al mes. Incluso en las misiones encontraba tiempo para pasar horas ante el Santísimo. A menudo pasaba la noche en oración.

¡Cuántas veces le sorprendieron los fieles con los brazos cruzados ante el altar y rodeado de esplendores con el cuerpo en éxtasis durante la celebración de la Santa Misa! Tenía una gran devoción por la Santísima Trinidad. Todos los días rezaba el Trisagion, el Santo Rosario, y visitaba a menudo el Santísimo Sacramento. También dijo la Corona de los Siete Dolores de la Virgen. Hizo la Novena del Corazón de María por la conversión de los pecadores, la Novena de la Gracia de San Francisco Javier y mantuvo otras devociones especiales. En la mesa de centro de su habitación siempre había una imagen de Jesús con la cruz sobre los hombros. Pero su devoción favorita era el Corazón Inmaculado de María. No podía ser de otra manera, ya que se sabía hijo de su Corazón. Siempre con el Rosario en la mano, lo rezaba en público o en la Iglesia, vestido con sobrepelliz, para darle mayor solemnidad. Lo recomendaba constantemente. Incluso pidió a los Superiores de la Congregación que todos los Misioneros lo llevaran en su hábito. También era muy devoto de San José, de los Ángeles Custodios, de los grandes santos misioneros, como San Francisco Javier, y de los santos hospitalarios, como San Juan de Dios y San Camilo de Lellis… Tenía una extraordinaria devoción por Santa Teresa de Jesús, a la que mencionaba constantemente en sus sermones y escritos. Se empeñó en leer cada día algunos pasajes de las obras del Santo, así como de Santo Tomás de Aquino. Su libro preferido en Santiago era La gran mujer Teresa de Jesús, una edición preparada y comentada por el ya beato Enrico Ossò.

El Señor y la Virgen le consolaron a menudo con iluminaciones y gracias diligentemente marcadas en sus notas. Se había tomado tan en serio el ejercicio de la presencia de Dios que, habiendo pasado una hora sin pensar en Él, tal vez por estar ocupado con los deberes de su Superior, se acordó amargamente de sí mismo y, arrepentido, se dirigió al Señor: «Perdóname, Dios mío. Tanto tiempo sin pensar en Ti».

El 15 de octubre de 1884, se propuso hacer lo más perfecto. Poco después se comprometió a ello con un voto, que se renovaría en las fiestas de María. Una luz del Señor señaló cuidadosamente: «La laxitud de las comunidades depende de la inobservancia de los Superiores, así como la observancia depende de su buen ejemplo». Convencido de esta verdad, estimaba tanto las Constituciones de su Congregación que se arrodillaba y las besaba con afecto y devoción al recogerlas.

«Sus notas, por muy lacónicas que sean, tienen toques conmovedores y sublimes», escribe el biógrafo P. M. Alduàn. El Siervo de Dios, como San Pablo, no pudo aguantar más con el aguijón de la carne. Del Señor recibió una inspiración: «La conformidad con mi voluntad debe llegar hasta el punto de resignarse a no conseguir lo que se desea. No quiero concederle una castidad angelical, sino que sufra terribles tentaciones… Sé paciente Cree: es mejor no preocuparse ni quejarse si no tienes la pureza de los santos y los ángeles…».

A principios de 1891, en la misión de Sotaqui, Dios le favoreció con una devoción muy especial al Sagrado Corazón de Jesús. El 4 de septiembre del mismo año, le dejó claro: si quería ser su discípulo, tenía que llevar la cruz siempre y no quejarse nunca (y aquí recuerda sus enfermedades).

Sus penitencias no eran pocas, aparte de los achaques mencionados: disciplina diaria, cilicio dos veces por semana como mínimo, no saciar la sed, rezar de pie, beber poco, dejar parte de la comida para el almuerzo y la cena todos los días, levantarse a las tres de la mañana. Todo esto le pareció poco y pidió a sus superiores aún más.

El 18 de mayo de 1900, durante la misión de Graneros, el P. Mariano hizo el voto de sacrificio. Lo escribió en un papel desprendido, fechado y firmado, que llevaba siempre consigo. «Dios todopoderoso y eterno… me comprometo por voto perpetuo de sacrificio, a renovar una vez al día a tu divina Majestad la ofrenda de mis dolores y de mi vida por la salvación de las almas. En particular… También me comprometo con el mismo voto a soportar pacientemente y sin murmurar los sufrimientos y la muerte; a pedirte cada día que me aceptes como víctima; a conducirme por el camino de la Cruz y de los dolores de tu divino Hijo… Corazón agonizante de Jesús, víctima de amor por nosotros, dígnate unirme a tus santas disposiciones, especialmente a las que tuviste en el Huerto de los Olivos y en la Cruz. Ofréceme en sacrificio contigo al Padre Celestial como un holocausto de olor agradable. Corazón compasivo de María, propiciadme para que cumpla fielmente mis promesas; rogad al Espíritu Santo que me conceda sus abundantísimas bendiciones. Amén».

Autobiografía Significativa.

Cinco años antes de su muerte, el P. Mariano, deseoso de una mayor perfección, escribió a sus Superiores exponiendo lo que tenía en su corazón. Para que conozcan mejor su espíritu, con toda sencillez y humildad presenta el panorama de su alma. La carta fue publicada en los Anales de la Congregación poco después de su muerte para que pudieran admirar el espíritu e imitar los ejemplos del Siervo de Dios. Extraemos algunos párrafos.

Pulpitus. – Nunca he subido allí. Siempre he predicado cosas preparadas o conocidas.

Oficina Divina. – Nunca la he dejado. Lo rezo siempre de pie y, si es posible, ante el Santísimo. Si lo digo yo solo, recorro el Camino de la Cruz.

Misiones. – Por mi parte, siempre confieso a los hombres; aunque también procuro que los demás Padres los confiesen a su vez. Sin embargo, si veo que se cansan o noto un trato que no se ajusta a la caridad,
Intento con prudencia aliviarlos. Normalmente dirijo el Rosario en público. Me ocupo de que nadie omita la acción de gracias después de la comunión. En las misiones poco concurridas, si no hay nadie que lo haga, les ayudo yo mismo; en las misiones numerosas, en cambio, siempre encuentro a alguien que me echa una mano: esto es providencial. El Señor me da mucha buena voluntad y fuerza para superar todas las dificultades en estos ministerios, pensando que uno busca la gloria de Dios. Si me dijeran que la voluntad de Dios es predicar siempre las misiones ayunando, no comiendo carne ni bebiendo vino, etc., lo repetiría inmediatamente y con el mayor placer. inmediatamente y con el mayor placer repetiría con el profeta Isaías: «Ecce ego, mitte me»: Aquí estoy, envíame».

Levante. – Deben hacer unos diecisiete o dieciocho años que no me levanto a las tres y media de la mañana. Sin embargo, en tiempo de misión, si dormimos en la misma habitación, rezo dos partes del Rosario de rodillas en la cama para no molestar. A veces, y sólo durante algunos días, se me permite levantarme a las tres.

Dolores y malestares. – Desde hace cinco o seis años sufro de una pierna … Durante muchos años un estado de ánimo herpético … Y durante algo más de tres años tuve un ataque de paresia facial, con secuelas que duraron toda la vida. Gracias a Dios, todo es compatible con el trabajo apostólico, como sé por experiencia. En esto veo una especial providencia del Señor, una gran protección de la Santísima Virgen María, los Ángeles y los Santos.

Hospitales. – Cuando voy al hospital siempre predico y confieso. He confesado a miles de enfermos y lo he hecho durante 26 años cuando las circunstancias me lo han permitido. Nunca bebí un vaso de agua, menos dos veces que tomé alguna cosa insignificante encontrándome indispuesto.

Messe. – Siempre me preparo. Escucho otra misa en acción de gracias. En los compromisos hago un cuarto de hora de acción de gracias. Desde mi estancia en Santiago (tres años) apenas me confieso; así que puedo escuchar algunas misas, rezar el oficio u otras devociones. Me viene muy bien.

Tiempo. – Intento aprovecharlo al máximo. Me gustaría tener más… -…¡durmiendo! Me gusta mucho estudiar.

Fuerza. – Rara vez me canso. Cuántas veces, en misiones extenuantes o en hospitales, me digo: «¡Oh, si pudiera seguir al menos un par de horas más o hasta que me canse!».

Santa indiferencia. – Nunca he pedido cambiar de casa o de ocupación. La santa obediencia es mi norte.

Confesiones. – Creo que no he pasado ocho días sin confesarme en la Congregación. Rara vez, por tranquilidad, lo he hecho dos veces por semana.

Superiores – Trato de considerarlos como Representantes de Dios, como realmente son. A cada Superior, inmediato o de otra Casa, le escribo de rodillas si puedo.

Libertad de conciencia. – No me consta que haya ocultado nada importante, ni propio ni ajeno, a aquellos a los que debía informar.

Defectos. – He tenido y tengo muchos; pero, siguiendo el ejemplo del Padre La Puente, nunca hago las paces con ellos. Primero: Pido perdón a los ofendidos. Segundo: si puedo, en público. Tercero: Confieso. Desde que estoy en la Congregación, no me remuerde la conciencia de haber cometido un pecado grave. ¡Cómo debo agradecer al Señor por tan grande misericordia!

Mortificación externa. – Paso años enteros sin tomar nada entre comidas. Nunca he dejado el cilizi y la disciplina, excepto en la enfermedad.

Pobreza. – Por mi cuenta comería lo que otros dejaron. Siempre iba en trenes de tercera clase. Desde que entré en la Congregación nunca he usado sombreros nuevos, breviarios ni nada parecido…. y si a veces usaba faldas, pantalones nuevos, etc., era porque no podía tener otra cosa.

Devociones. – Nunca las descuido; sólo a la hora de las misiones exigentes… así como la media hora de oración obligatoria, que de ordinario compenso escuchando una Santa Misa.

Oraciones, lecturas, exámenes. Itinerario. – Nunca he descuidado estas prácticas, haciéndolas de una manera u otra. En las cabalgatas, a veces de un día entero, las compenso con el Rosario, eyaculadores, etc. En el tren me disculpo con compañeros o desconocidos que me hablan… y así atiendo a mis devociones.

Propuestas. – Creo que no he dejado ninguna semana para leerlos, y, previendo que no tengo tiempo, los leí dos veces la semana anterior. Siempre y en toda circunstancia hago propósitos. Si son nuevas o de cosas olvidadas; las escribo. Esto me ha servido.

Vidas de Santos – Me gustan mucho. Tengo una santa envidia por no poder imitarlos en sus virtudes, especialmente en las obras de celo.

Caridad fraternal. – Nunca he tenido amistad o enemistad dentro o fuera de la Congregación.

Creo que lo que he dicho es suficiente para que se entienda qué espíritu me ha guiado desde que tuve la gran alegría de entrar en nuestra querida Congregación.

Mis queridos Padres: Estoy convencido de que, después de Dios, todo se lo debo a mi Santa Madre, la Virgen María, a mi Ángel de la Guarda, a varios Santos de mi devoción, a las almas del Purgatorio y de manera especial a nuestra Ven.
particular a nuestro Venerable Fundador. Por lo tanto, debo estar muy agradecido por tan distinguido favor, observando esta regla de vida en penitencia de mis grandes pecados.

La experiencia del pasado me enseña a no abusar en el futuro. Así espero de la misericordia de Dios. Nunca he tenido ninguna dificultad para hacerlo; he vivido muy tranquilo Y si a veces, por respeto humano, imprudencia o indolencia he descuidado algo de mis intenciones, he sentido un profundo dolor. Así que pronto tengo que dejarlo todo. La vejez y la muerte se apoderarán más tarde de mi humilde persona. Por lo tanto, en el nombre del Señor, pido:

  • Santa libertad para trabajar por la gloria de Dios…
  • Levantarse a las tres de la mañana; dejar la cena… siempre lo haría en ayunas. Que me permitan hacer la prueba durante un año o medio: verán cómo me favorece el Señor.
  • Si me permiten hacer la prueba durante un año o medio.
  • Si mis Superiores inmediatos no están de acuerdo con mis deseos, que este escrito mío sea remitido intacto al Gobierno General de la Congregación, para que, con su criterio más imparcial e ilustrado, se conozca mejor cuál es la voluntad de Dios; así quedaré tranquilo con su divina gracia.
  • Ocupar siempre el último lugar de la Casa a la que me destina la obediencia.
  • Y, por último, pido y deseo con toda mi alma que; resuelto a favor o no de estos deseos míos… se rompa la frita. Que no se hable más en mi favor ni de los vivos ni de los muertos. «Soli Deo honor et gloria». Mi cosecha no es nada y el pecado, como lo afirma la Fe y lo prueba la experiencia de toda mi vida».

FALLECE EN EL HOSPITAL.

El 13 de enero de 1903 se inauguró solemnemente la nueva Casa de la Misión Clarettiani en Coquimbo, en la Iglesia de San Luis. El prelado de La Serena presidió el rito. El padre Mariano estaba destinado a esta Comunidad. Era su último destino. El pueblo ya lo conocía. Cabe destacar que, al día siguiente, el periódico «Il Commercio» de La Serena, al describir la ceremonia de toma de posesión, publicó estas significativas notas:

«Ustedes prisioneros de Coquimbo. Ayer, al terminar las fiestas, pudisteis escuchar la voz del santo P. Mariano (este es el nombre por el que se le conoce y llama desde Antofagasta hasta el Archipiélago) que a partir de ahora estará en vuestra compañía todos los días para llevar consuelo y conformidad a vuestros corazones. Enfermos del hospital, en todo momento el P. Mariano estará a vuestra cabecera para derramar el bálsamo del consuelo sobre vuestras almas, secar vuestras lágrimas, calmar vuestros dolores y tranquilizar vuestras conciencias…»

Así fue en la realidad. El Siervo de Dios continuó sin descanso en las misiones, particularmente en la Granja Guayacán y con las Religiosas del Buen Pastor de La Serena. Para entonces, el final estaba cerca. Se lo dijo a más de una persona: «iba a morir como un buen soldado en el campo de batalla». «Varias veces me confió que iba a morir en un hospital», dijo un testigo del Juicio. Y a su compañero de misión, el P. Anselmo Santisteban, al despedirse para su nuevo destino: «Adiós. Padre Anselmo. De Coquimbo al cielo».

El martes 12 de abril de 1904 se embarcó en el buque Pizarro junto con el padre Medina. Al día siguiente llegaron a Huasco donde celebraron la Santa Misa. Por la noche bajaron a Caldera y de ahí a Copiapó. Predicaron misiones en Chañarcillo, Los Loros y San Antonio. Tras un largo y arduo viaje hasta Cerro Blanco, el 2 de mayo iniciaron una cuarta misión. Al P. Mariano le tocó, sin saberlo, un caballo de sombra que, a mitad de camino, le tiró al suelo sin consecuencias aparentes. Quizás esta caída fue la causa de la enfermedad que le sobrevino dos días después. El 4 de mayo de 1904, después de predicar por la mañana sobre la devoción a San José y por la tarde sobre el Rosario, tuvo que acostarse. Algunos imaginan un resfriado del día anterior, que había cogido al ir de casa en casa invitando a la gente a la misión. El día 5 se levantó para celebrarlo. En la iglesia, mientras rezaba con gran fervor con los fieles durante la misa del padre Medina, le sobrevino un fuerte ataque y se desplomó en el reclinatorio. Fue llevado inmediatamente a la casa donde se encontraba. Fiebre alta, sin conciencia. El médico había desaparecido. El farmacéutico le atendió. Cuando entró en razón, no permitió que se interrumpiera la misión. Al agravarse su enfermedad, tuvo que ser trasladado a Carrizal Alto. Pidió el viático y la unción de los enfermos. A falta de carruajes, no fue posible llevarlo a caballo. Por ello, prepararon un carruaje lo más cómodo posible. La mudanza era la salida del pueblo. Mientras el carruaje se movía lentamente, la gente alrededor lloraba, besaba su crucifijo, sus manos, dirigía palabras intercaladas con saludos, y el Padre Mariano los bendecía a todos. La gente, que lo estimaba como un santo, quedó profundamente impresionada al conocer este detalle: cuando le quitaron la ropa para acostarlo después del ataque, encontraron una gran cutícula de pelo alrededor de su cuerpo, que había penetrado tan profundamente en su carne que era difícil arrancarla.

Desde la estación de Yerba Buena, lo llevaron en tren a Carrizal Alto, un pueblo minero de dos mil habitantes, donde. el Padre predicó varias misiones. Cuando llegó al hospital donde había consolado a tantos enfermos, exclamó: «¡Bendito sea Dios! He llegado a casa. Toda mi vida he pedido al Señor la gracia de morir en un hospital, y ahora la tengo». El médico diagnosticó: neumonía. El P. Mariano le agradeció cordialmente sus servicios. Luego añadió: «Todo lo que haces por mí es inútil: debo morir. Espero la gloria del Señor». En las Vísperas de la Ascensión volvió a recibir el Viático y la Extremaunción. No dejó de recomendar la oración, el Santo Rosario y la jaculatoria: «Dulce Corazón de María, sé mi salvación». Tras recibir la bendición papal, puso su alma en manos de Dios a la una de la madrugada del sábado 14 de mayo de 1904. Tenía 60 años y 28 días. Se celebró un solemne funeral con la participación de todo el pueblo. En el humilde cementerio, se le dio sepultura en una tumba prestada. Por todas partes corría el mismo comentario de boca en boca: «San P. Mariano ha muerto». Sobre el ataúd: 14 coronas de flores. Las palabras del párroco de Carrizal Alto, recogidas por la prensa, fueron conmovedoras: ‘No había cárcel ni hospital que no visitara. Quizá no haya ningún otro religioso en Chile que conozca mejor a los pobres y a los desgraciados que él. Recorrió nuestro suelo desde Aracaunia hasta Tarapacá, cumpliendo su santa misión de enseñar las buenas costumbres y el recto vivir a casi todos los habitantes de esta nación. Su potente voz era un consuelo para todos los que tenían la suerte de escucharle.

Diez años más tarde, sus restos fueron trasladados a la Iglesia de los Claretianos en La Serena, la Iglesia de tantos años de su labor apostólica.

Una sencilla lápida de mármol blanco llevaba el epitafio:

«Al Siervo de Dios R. Al P. Mariano Avellana C.M.F., Santo Misionero, Compasivísimo con Dios, Austero consigo mismo, Caritativo con los Pobres, Incansable Apóstol de las Almas. fallecido en Carrizal Alto el 14 de mayo de 1904, sus Hermanos Misioneros y sus innumerables devotos, le dedicamos este memorial».

En 1919 se inició en La Serena el Juicio Ordinario sobre la fama, virtudes y milagros del Siervo de Dios. Tres Procesos más en Santiago de Chile, en Rosario de Santa Fe y en su diócesis natal de Huesca completaron el material. Pablo VI decretó la introducción de la Causa el 7 de enero de 1972. Sus restos mortales fueron llevados recientemente a la Basílica del Corazón de María de Santiago de Chile, donde el P. Mariano ejerció su apostolado durante tantos años.

No se puede contar el número de devotos favorecidos por las gracias especiales obtenidas al invocar la poderosa intercesión del santo Padre Mariano. (Autor: P. Federico Gutiérrez).

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Quienes deseen comunicar las gracias recibidas por la intercesión de la Sierva de Dios pueden dirigirse a cualquier Casa de los Misioneros Claretianos, especialmente a la siguiente dirección:

    Postulador General – Misioneros Claretianos.
    Via del Sacro Cuore di Maria 5

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